Las magnolias de la paz de Hiroshima - El Nuevo Diario
Con las manos temblorosas, abre una de las dos carpetas que trae consigo y me enseña, con un puntero que tiene forma de misil, dibujos de la Hiroshima de antes del bombardeo. Me muestra cómo era la Cúpula de Genbaku, la estructura más cercana al hipocentro de la bomba que logró resistir el impacto y que hoy es el único edificio que se conserva de la Hiroshima de ese período.
Tuyoshi Okamoto, de 82 años, es un “hibakusha” o sobreviviente de la primera bomba atómica una vez lanzada sobre población civil, la que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima, Japón, el 6 de agosto de 1945, en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial.
Lleva puesta una chaqueta verde fluorescente en la que se leen las iniciales H.P.V., que significan “Voluntario de la paz de Hiroshima” y está parado en medio del tercer piso del Museo Conmemorativo de la Paz, al que asisten anualmente cerca de 1.7 millones de personas.
“Yo experimenté el bombardeo cuando tenía 10 años, yo vi ese avión”, me dice poco después cuando pregunto por qué hace el voluntariado.
Cada viernes por la mañana, Okamoto llega al museo y se sitúa en la sección de “Peligros de las armas nucleares” para hablar con los asistentes. Allí se exhibe con maquetas y láminas la historia de las armas atómicas y la forma en que fue arrojada la bomba “Little Boy” en Hiroshima y el desarrollo de armas nucleares hasta el día de hoy.
En sus carpetas hay fotos del daño que causaron en los habitantes de Hiroshima el calor intenso, las ondas de choque y la radiación de aquella bomba.
Él mismo sufrió esas consecuencias físicas. “Después de evacuar la ciudad tuve diarrea por meses, mis encías sangraron durante tres años, y cuando me picaban los mosquitos o las pulgas las heridas se me llenaban de pus”, me cuenta.
En su juventud, también vivió discriminación de los padres de sus colegas y amigos, que se preocupaban por que él los podría “contagiar” de la radiación, aunque ya estuviera en perfectas condiciones de salud. Además, afirma que el matrimonio no funcionaba si no era entre las mismas víctimas, por lo que Okamoto debió casarse con otra “hibakusha”.
Añade que las consecuencias de aquel hecho trágico han vivido con él por más de setenta años. Recientemente le detectaron cáncer de próstata, y aunque no se ha determinado si existe un vínculo directo con la radiación, él está convencido de que es otro de los efectos secundarios que le dejó la explosión atómica.
Por eso decidió unirse a los voluntarios de la paz. “Quiero que los jóvenes sepan cómo pasó esto, cómo yo lo viví. Aunque sea solo a una persona, si tengo la oportunidad de explicarle, valió la pena venir”, me dice Okamoto, quien cada viernes antes de salir de su casa rumbo al museo piensa: “Esta podría ser la última vez”.
Lleva doce años asistiendo al museo, a donde llegó tras darse cuenta de que muchos de los sobrevivientes estaban falleciendo. De hecho, actualmente el promedio de los sobrevivientes de la bomba atómica tiene más de 80 años, y en un futuro cercano será muy difícil escuchar directamente el testimonio de alguno de ellos.
Retoños de flores blancas
Las magnolias de Hiroshima empiezan a florecer cuando llego a esta ciudad, a mediados de marzo. Sus avenidas principales comienzan a lucir pequeños retoños de flores blancas. A diferencia de otras ciudades, aquí el color predominante —al menos cuando inicia la primavera— no es el rosa de los cerezos, sino el blanco.
Existe una Avenida de la Paz, una de las calles principales de Hiroshima que mide cien metros de ancho y 3.6 kilómetros de largo; unas Puertas de la Paz, que tienen la palabra “paz” escrita en varios idiomas; y una Llama de la Paz, la cual estará encendida en esta ciudad hasta que la amenaza de la aniquilación nuclear se extinga.
“¿Qué piensan que es la paz?, ¿es una condición en donde no hay guerra solamente?”, nos pregunta a un grupo de extranjeros Hiroko Kishida, de 79 años, otra hibakusha que se dedica a contar su historia mediante conferencias a estudiantes y público en general.
“Para mí, la paz es un estado en el que todo el mundo puede vivir con seguridad, es que cada una de las personas brille y sea feliz”, sentencia a continuación la anciana, quien a pesar de haber sido víctima del primer ataque en el mundo con un arma atómica afirma que “del rencor no nace la paz”.
La casa en que Kishida vivía con su madre, sus dos hermanos y su abuelo se hallaba a 1.5 kilómetros al norte del punto donde cayó la bomba atómica hace 73 años.
Aquel 6 de agosto a las 8:15 de la mañana, la pequeña de seis años estaba en el baño, intentando divisar el avión que se escuchaba sobrevolar el cielo despejado de Hiroshima. Todos estaban en casa, menos su hermano mayor, quien había ido a la escuela.
“Escuché un ruido muy fuerte y me desmayé”, cuenta hoy Kishida desde una de las salas de conferencias del Museo Conmemorativo de la Paz de su ciudad natal.
“Fue un milagro que mi familia sobreviviera, porque en ese momento murieron decenas de miles de personas aplastadas por las paredes de sus viviendas, pero en mi casa un pilar se quedó de pie y en ese espacio sobrevivieron mi madre, mi abuelo y mi hermano menor”, relata la anciana de rostro sereno. Su madre la rescató de donde había quedado enterrada y todos, menos su abuelo quien pidió quedarse porque tenía una discapacidad, emprendieron rumbo hacia el norte. “Al salir, encontramos filas de sobrevivientes. Todos estábamos descalzos, había escombros por todos lados”, recuerda Kishida, quien junto a su madre y su hermano menor se refugiaron en la casa de un productor de tomates.
Una semana después del bombardeo, la madre de Kishida encontró a su hijo mayor en la ciudad, pero nunca lograron encontrar a su padre. “Mi abuelo sigue desaparecido”, dice Kishida, como si aún hubiera esperanzas de encontrarlo.
En general, las víctimas del bombardeo atómico se siguen refiriendo así a sus familiares. “Mi hermano mayor sigue desaparecido”, me dice después Tuyoshi Okamoto, el voluntario de paz de 82 años. Las autoridades de Hiroshima calcularon que los efectos de la bomba mataron a unas 70 mil personas inmediatamente después de la explosión, y a finales de 1945 otras 70 mil personas habían muerto a causa de quemaduras por la radiación y la falta de recursos médicos.
“¿Qué es la guerra?”, nos pregunta después Kishida. “La guerra es cuando el ser humano deja de serlo. Es cuando las personas que matan a otras personas permanecen impunes”, advierte la sobreviviente de la bomba atómica, justificando así la razón por la que “jamás debemos permitir otra guerra”.
La amenaza nuclear
El año pasado, el alcalde de Hiroshima, Kazumi Matsui, urgió a los ciudadanos del mundo a escuchar la voz de las sobrevivientes, alegando que “puede surgir el mismo infierno en cualquier momento” mientras sigan existiendo armas nucleares y los gobernantes sigan aludiendo a su uso.
De hecho, el gobierno japonés ha liderado esfuerzos a favor del desarme nuclear dentro de la comunidad internacional durante muchos años.
Chieko Masuda, de la división de control de armas y desarme del Ministerio de Relaciones Exteriores de Japón, explica en Tokio que Japón tiene “una grave preocupación por la seguridad nacional y por los peligros cada vez mayores que plantea la proliferación de armas de destrucción masiva”, sobre todo de Corea del Norte, un país que el año pasado lanzó varios misiles que sobrevolaron el territorio japonés.
Masuda agrega que Japón sustenta sus esfuerzos en la comprensión clara de los impactos humanitarios catastróficos del uso de armas nucleares, y por eso promueve medidas concretas basadas en la cooperación entre estados que tienen armas nucleares y los que no las tienen.
El estado nipón es firmante, entre otros, del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (NPT, por sus siglas en inglés), el cual restringe la posesión de armas nucleares, ha iniciado la negociación de un tratado para prohibir las materias primas para construir armas nucleares (FMCT, en inglés) y ha trabajado en conjunto para facilitar la entrada en vigor de un tratado para prohibir completamente los ensayos nucleares (CTBT, en inglés).
“Nunca debemos permitir otra guerra con el uso de armas nucleares”, me advierte Tuyoshi Okamoto, el voluntario de paz que asiste cada viernes al museo conmemorativo de la paz; y continúa: “las bombas de hidrógeno que se están produciendo hoy día tienen mil o dos mil veces la capacidad de la bomba que cayó aquí en Hiroshima. No me puedo imaginar qué pasaría ahora, eso está afuera del alcance de mi imaginación”.
Nunca más el mismo error
En la Hiroshima de hoy no existen vestigios de los estragos nucleares. Sus edificios modernos, sus avenidas amplias, las tiendas de calibre mundial y su ajetreada vida nocturna no darían motivo a un visitante desinformado para sospechar lo que pasó en esa ciudad hace más de setenta años.
Hace falta hablar con algunos de sus habitantes para darse cuenta de que, sin estar visibles, los efectos de la bomba nuclear han trascendido hasta la actualidad.
Midori Futuota, de 61 años, me asegura que cuando las máquinas excavan el suelo para construir un nuevo edificio, aun encuentran esqueletos de las víctimas mortales de la bomba atómica. Los padres de Futuota fueron sobrevivientes, y me explica que en Hiroshima es común que una persona tenga padres, tíos o abuelos que fueron víctimas de las armas nucleares.
Por eso, la paz se mantiene como un objetivo intacto. A los niños, desde los seis años se les enseña la historia de la Segunda Guerra Mundial, me cuenta Tomoyo, de 26 años y originaria de Hiroshima. “En la escuela, en la televisión, incluso en los animes aprendemos sobre la historia de nuestro país para que eso no vuelva a suceder”, me explica la joven.
Una inscripción en el cenotafio a las víctimas de la bomba atómica, ubicada en el centro de Hiroshima, reza: “Descansen en paz. Jamás volveremos a cometer el mismo error”. Y para Hiroko Kishida, la sobreviviente de 79 años que nos habla a un grupo de extranjeros, esa inscripción representa el espíritu de su ciudad: “Nunca debemos olvidar a las personas que perdieron la vida sin querer, y con gran pena”.