El duende del doctor Torralba
Entre montañas de cadáveres apiñados en sus calles, Roma entera ardía en llamas. Mercenarios de colorido uniforme corrían como demonios para ser los primeros en entregarse al pillaje. Irrumpían por la fuerza en espléndidos palacios y ornamentadas iglesias. Destrozaban estatuas clásicas a martillazos, arrancaban de las paredes retablos de oro y se apoderaban de valiosas reliquias. A todo el que se interponía en su camino lo liquidaban sin compasión. Aquel 6 de mayo de 1527, la Ciudad Eterna era arrasada de nuevo, casi mil años después del último gran asalto protagonizado por los bárbaros.
Entre tanto, desde lo alto de la más empinada de sus siete colinas, un curioso personaje presenciaba apesadumbrado aquel espectáculo de insensata destrucción. Acababa de llegar des-de Valladolid, tras doce horas de inaudito viaje por el aire, agarrado a un bastón negro y llevado en volandas por una criatura alada de hermosos cabellos rubios llamada Zaquiel.
El nombre de este personaje era Eugenio Torralba, doctor para más señas. Y aunque resulte increíble, podemos asegurar que Torralba era un hombre de carne y hueso, con una biografía bien documentada.
Porque Eugenio Torralba había nacido en Cuenca entre 1485 y 1490, en el seno de una familia de hidalgos y cristianos viejos. Hidalgos sí, pero no arruinados, pues con quince años lo enviaron a estudiar a Roma. La capital vaticana era entonces el epicentro de un Renacimiento en plena eclosión. El joven Eugenio estudió allí Filosofía y Medicina, en un ambiente fascinante y embriagador para cualquier espíritu imaginativo como el suyo. Algunos de sus maestros neoplatónicos debieron de ser belicosos materialistas negadores de la inmortalidad del alma, e injertaron en su pupilo Torralba la semilla de la duda, que le llevó a descarriarse del todo sumergiéndole en el estudio de las ciencias ocultas.
Forma humana
Fue entonces cuando entabló contacto con un religioso dominico atrapado también en negocios infernales, el cual le hizo entrega de un insólito regalo: una especie de duendecillo que atendía al nombre de Zaquiel y que cobraba forma humana.
El tal Zaquiel resultó ser mucho mejor genio que el de la lámpara maravillosa de Aladino, dado que no se limitó a concederle tres deseos. En lugar de eso, le dijo a Torralba que estaba allí para protegerle, asesorarle y servirle hasta el mismo instante de su muerte.
Torralba, que de tonto no tenía ni un pelo, vislumbró enseguida las ventajas de tan generoso ofrecimiento y aceptó encantado el presente. El duendecillo procedía, según decía, del remoto reino del Preste Juan, en la India, pese a lo cual parlaba en perfecto italiano.
Entre sus manías, sobresalía la de no consentir que nadie le pusiera jamás la mano encima. Por si fuera poco, Zaquiel volaba como los pájaros de un extremo al otro del orbe y podía leer el futuro con pasmosa facilidad, lo cual le convertía en el profeta más diminuto de la tierra.
Era capaz así de comunicar, antes de que se produjesen, todos y cada uno de los principales sucesos que asolaban al mundo. Por si estos prodigios resultasen pocos, el duende también le desveló a Torralba numerosos secretos medicinales. ¿Cómo iba a cuestionarse entonces el doctor Torralba la sola idea de inaugurar un consultorio médico en España? Estaba persuadido, y con razón, de promover así el mayor negocio de su vida.
Pero las historias de pactos diabólicos siempre terminan mal, y el de Torralba tampoco constituyó una excepción. Su enfermiza vanidad le hizo presumir de ser el hombre mejor informado de España. Anticipó así importantes noticias que luego se confirmaron. Y su asombrosa capacidad para ofrecer en primicia sucesos insospechados, le convirtió enseguida en un sujeto sospechoso. Sobre todo, después de adelantar el saqueo de Roma que tanto estremeció de pánico y horror a toda la cristiandad.
Un denunciante anónimo se propuso acabar con él de la peor forma. Poco después, el Tribunal de la Inquisición abrió al doctor Torralba un tortuoso proceso, cuyas actas se conservan hoy en la Biblioteca Nacional de España. Algunas fuentes aseguran que, tras considerarle un enajenado, finalmente se le indultó; pero según otras, pasó varios años en prisión. Sea como fuere, lo cierto es que desde entonces a Torralba se le perdió la pista. Dejó de ser un personaje real para convertirse en todo un mito. Su fama llegó a ser tan grande, que hasta los fieros soldados que se mataban entre sí en las guerras civiles del Perú se lamentaban de no tener a un Zaquiel a su servicio para que les echase una mano.