El Papa Francisco le habla al mundo desde la ventana de Wim Wenders
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Intercala Wenders imágenes de ficción en blanco y negro sobre San Francisco de Asís, en una evidente pretensión de hermanar las dos figuras, y capta con total pasión «el efecto Papa» entre sus millonarias audiencias durante sus viajes y entre los líderes de otras confesiones y culturas. Desde el arranque con imágenes del cardenal Jorge Bergoglio en los barrios pobres de Buenos Aires, hasta esa sensación de globalidad, de minucioso observador y conductor de todos los asuntos terrenales, del medioambiente a la justicia social o al diálogo entre contrarios, la película de Wenders (y del Vaticano) construye la sensación de ventana hacia un Mensaje, con mayúscula, y a un mensajero intrépido. Sobre este peculiar trabajo es difícil conocer sus causas, pero muy fácil sospechar sus efectos en medio mundo y en el otro medio.
Como es natural, esta película no compite por ningún premio (tendría tela marinera que su protagonista ganara el de mejor interpretación), y sí lo hicieron dos títulos con cierta «palmaresina», o sustancia del Palmarés, el italiano «Feliz como Lázaro», de Alice Rohrwacher, y atentos al dato: directora, y el japonés de Kore-Eda titulado aquí «Une affaire de famille». El primero era pura sorpresa, con un personaje de fábula y un relato entre la fantasía y la alegoría, tan poético como desbaratado, sobre la inocencia, las transformaciones sociales, lo atemporal (Inviolata se llama la aldea) y lo estrambótico. Es una moneda al aire, y dependerá su éxito en cómo caiga.
La japonesa de Kore-Eda es, como siempre las suyas, un encaje de bolillos con lazos familiares y con una peculiarísima familia en el centro. Con sentido del humor hace y deshace roles (padre, madre, abuela, hijos) entre unos personajes extravagantes y cercanos. Su modo de ver y entender la infancia y el corazón adulto ante ella es siempre magnífico, y en esta se adentra, como en «De tal padre, tal hijo», en esos terrenos lindantes del Adn o el «roce».
«Une affaire de famille» («Shoplifters» es su título en inglés) arranca con las enseñanzas de un padre a su hijo consistentes en cómo trincar comida en el supermercado, y entra al fondo de la cuestión cuando «recogen» a una niñita de la terraza de su casa, lugar en el que la dejan sus padres… La integran a la “familia”, y son a partir de ahí estampas de convivencia “marciana”, momentos de triquiñuelas y cariño, con una naturalidad y una ausencia de culpabilidad que se irá interrumpiendo por detalles y revelaciones que convierten la trama en dos pesos éticos sobre dos balanzas. Pero la historia familiar y de sentimientos modélicos encuentra el modo de enfrentarse con la realidad, con el espejo que devuelve como delito la imagen de la hermosa convivencia, y la sensibilidad de Kore-Eda ofrece argumentos y provoca sentimiento para colocar al espectador ante el dilema entre el bien y el mal, o lo malo y lo peor. Todo muy penetrante, a pesar du su grata ligereza.