Calvo Sotelo, víctima de la memoria histórica: acusado de golpista pese a ser asesinado antes del 18 de julio
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«Una persona como José Calvo Sotelo, que es responsabilizado directamente por el Presidente del Consejo de Ministros, el coruñés Casares Quiroga, de la sublevación militar del 18 de julio de 1936, no puede tener un reconocimiento social, ni llevar el nombre de ningún centro de enseñanza», reza el texto de la moción. Pero, como tantas otras veces, la realidad no es como se pretende contar en los ajustes de cuentas históricos. Porque, entre otras cosas, a Calvo Sotelo lo mata un guardia civil socialista en la madrugada del 13 de julio de 1936, cinco días antes del golpe militar, cuando lo llevaban ilegalmente detenido en una camioneta desde su casa a la Dirección General de Seguridad. El relato más minucioso de todo lo que ocurrió lo escribió Ian Gibson en «La noche que mataron a Calvo Sotelo» (1982).
José Calvo Sotelo (Tui, 1893; Madrid, 1936) fue un político monárquico con una trayectoria política dilatada en la convulsa España del primer tercio del pasado siglo. Abogado del Estado, diputado por Orense, bajo la protección de Antonio Maura fue ascendiendo dentro de la administración estatal. Durante la dictadura de Primo de Rivera ostentó la dirección general de la administración, y en 1925 lo nombraron ministro de Hacienda, cargo que desempeñó hasta 1929, cuando accedió a la presidencia del Banco Central. Significado con la derecha política monárquica, de hondas convicciones religiosas, la llegada de la República le obligó a exiliarse en Portugal y posteriormente en Francia, y no sería hasta el bienio cedista cuando pudo regresar a España, dentro de una serie de amnistías de aquel gobierno hacia dirigentes de distintas orientaciones ideológicas.
Calvo Sotelo y Gil-Roblés componen en aquella turbulenta etapa republicana los rostros de la derecha política, una abiertamente monárquica y la otra más proclive al formato republicano, aunque despojándola de las trazas revolucionarias que los distintos gobiernos de izquierdas le habían ido introduciendo en su Constitución desde su proclamación en 1931, como señala Hugh Thomas en «La Guerra Civil Española» (DeBolsillo, 2018). En la España aterrorizada de 1936, con las calles convertidas en un polvorín por los enfrentamientos entre falangistas, comunistas y anarquistas, los debates en el Congreso estaban cargados de dialécticas encendidas.
Amenazas parlamentarias
Quizás el debate más sofocado en la Carrera de San Jerónimo tuvo lugar el 16 de junio de 1936, durante el cual Calvo Sotelo, como líder del monárquico Renovación Española, atacó con extrema dureza al Gobierno de Casares Quiroga por su incapacidad para mantener el orden público en la nación. «Habéis ejercido el poder con arbitrariedad; pero además, con absoluta y total ineficacia», reprochó, «en vuestras manos el Estado de excepción (...) ha sido una arbitrariedad continua, un medio de opresión. Muchas veces, simplemente, un instrumento de venganza». La crónica parlamentaria de aquella sesión nocturna está reflejada con maestría en la edición de ABC del día siguiente. en aquella misma sesión, Gil Robles enumeró la estadística los altercados acaecidos en España en los cuatro meses anteriores, un glosario de ataques a iglesias, atracos, huelgas, asaltos a periódico, bombas y asesinatos culminados o intentados.
En el centro, Calvo Sotelo en enero de 1936, durante su actividad en el Congreso
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ARCHIVO ABC
Los críticos de Calvo Sotelo han reproducido habitualmente esta parte de su invectiva a Casares Quiroga: «No creo que exista actualmente en el Ejército español (...) un solo militar dispuesto a sublevarse a favor de la monarquía y en contra de la República. Si lo hubiera sería un loco, lo digo con toda claridad, aunque considero que también sería loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse a favor de España y en contra de la anarquía, si ésta se produjera». Tal afirmación llevó a que el presidente de la Cámara, Martínez Barrio, le recondujera a no hacer «invitaciones que fuera de aquí pueden ser mal traducidas».
La réplica de un airado Casares Quiroga fue también lapidaria. «Me es lícito decir que después de lo que ha hecho su señoría hoy ante el Parlamento, de cualquier caso que pudiera ocurrir, que no ocurrirá, haré responsable ante el país a su señoría». En su réplica, Calvo Sotelo explica sus propias palabras: «(...) he advertido la necesidad absoluta de que se evite que el Ejército pueda descomponerse, pueda disgregarse, pueda desmedularse a virtud de la acción envenenadora que en torno suyo se produce». Lo coronó con una de las frases más conocidas de la oratoria parlamentaria de la época: «Yo tengo, señor Casares Quiroga, anchas espaldas. Su señoría es hombre fácil y pronto para el gesto de reto y para las palabras de amenaza (...) Me doy por notificado de la amenaza de su señoría. Me ha convertido en sujeto, y por tanto no solo activo sino pasivo, de las responsabilidades que puedan hacer de no sé qué hechos». Muchos años más tarde, Josep Tarradellas confesaría que escuchó a Dolores Ibarruri espetarle a Calvo Sotelo «este hombre ha hablado por última vez», frase que sin embargo no aparece recogida en el Diario de Sesiones.
Señalado por Casares Quiroga, en una España de pistoleros a izquierda y derecha, Calvo Sotelo —al igual que otros representantes políticos— llevaba escolta por miedo a atentados contra su vida. «No mucho antes [del encontronado en el Congreso del 16 de junio] había pedido que las autoridades de la Policía cambiasen a los guardaespaldas que tenía asignados para su protección cuando se enteró de que su principal responsabilidad era vigilarle más que protegerle y, además, parece ser que recibió la noticia de que pensaban asesinarle», recoge Stanley G. Payne en uno de sus libros («El camino al 18 de julio», Espasa 2018).
Castillo y Calvo Sotelo
Los atentados callejeros cometidos por pistoleros teñían las calles de Madrid unas noches con sangre falangista, otras con la de socialistas o anarquistas, mientras las fuerzas de orden público se mostraban incapaces de garantizar la seguridad. Tiroteos contra la izquierda eran respondidos al día siguiente con balas sobre la derecha. Calvo Sotelo, que solía colaborar en ABC bajo el seudónimo de «Máximo», tenía en el director Luís Martínez de Galinsoga un fiel amigo, que solía avisarle cuando mediaban altercados o se producían asesinatos de izquierdistas, por si él se convertía en carne de venganza, según cuenta el biógrafo del político, Alfonso Bullón de Mendoza. La noche del domingo 13 de julio de 1936, Galinsoga no estaba en redacción, y no pudo avisar a Calvo Sotelo del asesinato a manos de cuatro encapuchados de José del Castillo, oficial de la Guardia de Asalto.
Castillo no era un oficial cualquiera. «Era un exoficial del ejército y convencido socialista que se había transferido a la Guardia de Asalto, más acorde con sus convicciones políticas, y había sido detenido en 1934 por amotinarse durane la insurrección», pero que fue indultado por el gobierno de Azaña «donde se distinguió por su celo a la hora de reprimir a los derechistas» (Payne). Su asesinato fue respondido por compañeros y milicias de la izquierda con la necesidad de detener a falangistas, para lo que llegaron a pedir permiso al ministro de la Gobernación, Juan Moles. Autorizados por este a hacer una ronda por Madrid, se redactaron las órdenes de arresto que ejecutaron «escuadras de la Guardia de Asalto (...) absolutamente carentes de ley», sostiene Payne.
El cadáver de Calvo Sotelo, en la morgue
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ARCHIVO ABC
Una vez detenidos, dijeron de arrestar también a Gil Robles, pero se encontraba en Biarritz. Y la alternativa fue a buscar a Calvo Sotelo, de madrugada, a su casa. Al frente de la escuadra que timbró en la vivienda del líder monárquico estaba otro militar insurrecto en 1934 y rehabilitado por el Frente Popular, Fernando Condés. «La iniciativa de un criminal condenado como Condés es otra de las mil pruebas del gran error que se cometió al no efectuar un castigo serio por la insurrección revolucionaria de 1934, lo que hizo que ala violencia se repitiera a escala máxima dos años después», sentencia el historiador Stanley Payne. Calvo Sotelo hizo un amago de resistirse a acompañar a Condés, quien intentó convencerle de que no era una detención, sino una convocatoria urgente a la Dirección General de Seguridad. A regañadientes, accedió.
Apenas llevaban doscientos metros recorridos cuando «uno de los militantes socialistas, Luis Cuenca, le disparó dos tiros en la nuca, al estilo soviético, matándolo casi al instante». Arrojaron el cadáver a las puertas de la morgue del cementerio de la Almudena, que no fue encontrado hasta media mañana del día siguiente. «Aunque se prometió una investigación, como de costumbre, el Gobierno no hizo gesto político alguno de conciliación. Impuso la censura inmediata para ocultar la verdad y se inició otra ronda de detenciones de falangistas y derechistas», escribe Payne.
En su libro «El camino al 18 de julio» también se recoge cómo Julián Zugazagoitia, director de «El Socialista», cuando conoció del asesinato, exclamó «este atentado es la guerra». En efecto, la conspiración militar que llevaban meses urdiendo los generales Franco y Mola —entre otros— encontró en la muerte de Calvo Sotelo la espoleta definitiva para actuar contra la República. Lo harían apenas cuatro días después. Pero de ese golpe militar no participó Calvo Sotelo, al que una lectura sesgada de la Ley de Memoria Histórica acaba de despojarle del nombre de un instituto de La Coruña.