El día que D'Ors se hizo falangista
El 11 de junio de 1936, el Glosador cenaba en París con Albert Camus y otros escritores en un pequeño restaurante de la Rue de l’Échelle, y terminada la comida se fueron a pasear por las calles de la capital gala ya muy entrada la noche. Lo recordaba años después en una glosa del 5 de noviembre de 1948. D’Ors comentaba en ella la trayectoria filosófica del escritor francés, a quien se le iba a conceder el Premio Nobel nueve años después, en 1957. A su modo de ver, durante los años que mediaban entre «El mito de Sísifo» (1942) y «La peste» (1947), novela que impresionó mucho a D’Ors, Camus se había cristianizado: desde una visión desesperada y pagana de la vida, había pasado a divinizar al hombre, lo cual equivalía, en la particular gimnasia orsiana, a regresar a Cristo, puesto que éste era Dios hecho hombre.
«París. Escenas y secretos»
Un mes antes de esa cena, el Glosador había viajado hasta Lisboa para entrevistarse personalmente con Oliveira Salazar. Al parecer, D’Ors y su admirado dictador hablaron durante una hora y media.
Sobre tema parisino, D’Ors escribió en francés la obrita dialogada «París. Escenas y secretos», en 1938. La historia de este breve diálogo es digna de reseñarse. D’Ors proyectaba publicarla, traducida al inglés por John Marks, en colaboración con Feliks Topolski, precisamente el interlocutor de D’Ors que va cambiando impresiones con él durante los cuatro coloquios que forman el libro. John Marks era un hispanista de origen suizo, lingüista de profesión. Topolski hubiera aportado varias ilustraciones. Pero la ocupación de París truncó el proyecto. Cuando la Gestapo intervino y cortó la producción cultural francesa, la casa alemana Minerva y la editorial polaca Przeworki ya habían llegado a un acuerdo para publicar «Paris. Scenes and Secrets. Recorded and revealed by the pen of Eugenio d’Ors and by the pencil of Feliks Topolski». El proyecto fue publicado muchos años después por Jonathan Stone, en versión inglesa (1973) y luego en francés (1974). En cambio, el texto orsiano quedó inédito hasta que Carlos d’Ors lo exhumó en 2008 y se lo dio a traducir a Isabel Lacruz. La primera versión castellana, pues, vio la luz en el volumen «París» hace escasamente ocho años. En 1939, el editor londinense de los diálogos presentó a D’Ors de forma ciertamente original: «Eugenio d’Ors era a los treinta años secretario perpetuo de la Academia de Ciencias de Barcelona y director de Instrucción Pública en Cataluña. Hoy es secretario perpetuo del Instituto de España y director general de Bellas Artes. No se puede, pues, decir que haya prosperado en su carrera».
Lo recordaba el propio autor en la revista «Santo y Seña» («Visita a Eugenio d’Ors», 20 de noviembre de 1941). D’Ors pensaba que París era una ciudad estática, eternamente igual a sí misma: una segunda Roma. En materia de gusto, era la urbe que ejercía, sin falta, de «árbitro». Y además era la cuna del clasicismo ilustrado. Y aunque la República tiña su efigie, siempre se recubre de un manto imperial y universalista. Escribe, expresivo: «Desde Juliano [el Apóstata], Lutecia insiste en las mismas formas». En cuanto a los edificios religiosos de la capital gala, se pregunta por qué han caído en el olvido y por qué están tan oscuros por dentro. D’Ors permaneció en París hasta mediados de 1937. La guerra española había estallado en julio de 1936. En París se había informado del asesinato de Calvo Sotelo. Cuando estalló la guerra, Torrente Ballester lo acompañó a La Madeleine para que encendiera unos cirios por la seguridad e integridad de sus hijos. Desde la capital gala, D’Ors decidió trasladarse hasta Pamplona, donde fijó su nueva residencia, y se puso bajo las órdenes del sacerdote Fermín Yzurdiaga Lorca, que dirigía la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda. El órgano dependía directamente del Ministerio de Gobernación, que tenía a Ramón Serrano Suñer como titular. En Pamplona, Yzurdiaga editaba dos publicaciones: el periódico «¡Arriba España!» y la revista «Jerarquía», en colaboración con el periodista Ángel María Pascual. El primer número del periódico vio la luz el 1 de agosto de 1937, y ya llevaba en su interior la primera de las glosas orsianas de aquella etapa. Se titulaba «Decíamos ayer». En cuanto a la revista, solo aparecieron cuatro números: en invierno de 1936, octubre de 1937, marzo de 1938 y otro volumen sin especificar también de 1938. Al parecer, Yzurdiaga y Pascual se dejaron seducir por el estilo orsiano, e imitaron su barroquismo. La revista tenía la portada negra y las letras doradas. Según Varela, el padre Yzurdiaga era un admirador convencido de la obra del Glosador.
Una auténtica conversión
La historia del ingreso de D’Ors en Falange ha sido narrada por muchos autores. La contaron Laín en «Descargo de conciencia», Lago en «Eugenio d’Ors. Anécdota y categoría» y Fonxo Blanc en su extenso trabajo sobre el fascismo orsiano «Ors a la boca del llop del falangisme (1933-1945)», entre otros. Nuestro autor se tomó el ritual de ingreso como una auténtica conversión. Veló sus nuevas armas y su uniforme durante toda la noche en la iglesia de San Agustín. Meditó sobre el Espíritu Santo leyendo el tratado «De Trinitate» del propio Agustín de Hipona. Por la mañana, Yzurdiaga mismo ofició una misa. Frente al altar se había colocado un gran bizcocho con el que se culminaría el ritual y una espada antigua que Ángel de Huarte había traído de su casa. D’Ors se arrodilló ante el sacerdote y recibió el espaldarazo ritual falangista. Yzurdiaga y D’Ors leyeron unas palabras a continuación. Laín siguió con interés el proceso junto a Torrente Ballester, y dejó anotado el contraste que las botas militares ofrecían con la piel blanca de las pantorrillas del neófito. Al salir de la iglesia, tras el bizcocho, los camaradas fueron a un café de la calle del Castillo para tomarse un chocolate.
Empezaba una nueva era para D’Ors. Una etapa que culminaba con cierta lógica sus maniobras ideológicas desde 1931, y de la que nunca renegó. Y no solo nunca renegó de su militancia falangista, sino que más bien, en las décadas siguientes, parece que hasta idealizara aquellos años de combate y movilización en pro de una civilización católica, como veremos más adelante. En la estrecha Pamplona de la guerra, quienes asistían a la tertulia del café Niza vieron en D’Ors a un nuevo Sócrates.
Y su ceremonia de ingreso en Falange Española Tradicionalista y de las JONS no fue la única extravagancia del periodo. El gusto orsiano por los rituales rimbombantes no hizo más que aumentar. Conocemos ya su propuesta de sesión meditativa en el Panteón de los Reyes de El Escorial, de 1931. En 1938, el diseño del juramento de ingreso en el Instituto de España. Y en 1937, D’Ors y sus amigos y adláteres subieron a Roncesvalles para tañer tres veces una campana en honor a Roldán, invocando el carácter imperial de la Francia medieval. José Antonio también era un entusiasta de Carlomagno, y en sus cenas del café París dejaba una silla vacía para el Emperador.
No se ha señalado la relación que puede existir entre el furor fascista del D’Ors de 1937 con su condición de franquista advenedizo. Recordemos que nuestro Glosador no formó parte de la Falange de la etapa republicana, sino que más bien simpatizó con el sector monárquico amenazado o purgado hacia 1941. Recordemos que, en definitiva, procedía del catalanismo de principios de siglo. Y otro detalle a tener en cuenta: hasta que no existió, bajo el predominio personal de Franco, una cúpula que unió a todas las derechas, D’Ors no ingresó en ninguna formación concreta.
En 1937, un hijo de D’Ors (que no identifica) entró en la Sigüenza recién ocupada. Algunas calles habían sido reducidas a ruinas, y abundaban los basureros. El joven D’Ors encontró entre unos papeles viejos una hoja de la revista «Blanco y Negro», en la que su padre había publicado un autorretrato literario. Un año después, el joven Álvaro debió de dar un susto a su padre. El 27 de marzo de 1938, Luis Acuña, desde el cuartel general del Generalísimo en Burgos, escribió a Xènius por un motivo inquietante: Álvaro había pedido un permiso de tres o cuatro días para ir a ver a su padre. Acuña se presenta como el superior directo del joven, que debería haberse presentado en su puesto el domingo, y ya era martes. El caso revestía gravedad: era una deserción en un contexto de guerra. Sin embargo, Acuña descartó tomar medida alguna hasta que recibiera noticias del padre de Álvaro. En realidad, no sabemos qué pasó. Si realmente el hijo fue a ver al padre, o si se tomó un permiso por otros motivos. No es la única vez que a Eugenio d’Ors le tocó sufrir por sus hijos. En el Archivo de Sant Cugat se conserva un telegrama suyo dirigido, desde la sede del Instituto de España, a Víctor d’Ors, cuyo texto reza: «Inquieto sin noticias de ninguno de vosotros. padre» (11 de agosto de 1939). Víctor, arquitecto, llegó a teniente de zapadores-pontoneros; Juan Pablo ejerció de teniente médico del Tercio de Requetés Burgos-Sangüesa; finalmente, Álvaro d’Ors, aún estudiante, combatió como alférez de Infantería. Los biógrafos de D’Ors relacionan directamente el amor paterno del Glosador y sus preocupaciones por el destino de sus hijos con su firme determinación de formar parte de la España nacional durante la guerra. Víctor luchó en el frente de Guadalajara. Álvaro fue teniente de ingenieros, mientras que Juan Pablo viajó hasta Rusia para combatir con la División Azul al lado de las tropas nazis. Pablo d’Ors, nieto de Eugenio, nos ha dejado un retrato de los tres hijos del escritor:
Trágico, cómico, heroico
A Víctor, el arquitecto, el primogénito, lo veo como un personaje cómico. Era un hombre divertidísimo, muy vitalista y jovial, pletórico y vividor. Como ahijado que yo era suyo, siempre recordaré su entusiasmo y generosidad, sus carcajadas, que retumbaban en las paredes de mi casa. Juan Pablo, en cambio, mi padre, era todo lo contrario. A mi padre no le veo como un personaje cómico, sino trágico. Al final de sus días hizo un balance muy negativo de su vida: se sentía un fracasado. Fracasado como padre (ninguno de sus siete hijos –incluido yo mismo– había hecho lo que él había proyectado), como médico –su profesión–, como dibujante –su vocación– y como patriota (España le dolía como pocas veces he visto a alguien dolerse por una nación). Por último, al hijo pequeño, Álvaro, el jurista, no le veo como un personaje trágico (y ni mucho menos cómico), sino heroico, por no decir santo. Porque ¿qué otro atributo –sino el de héroe– cabe a quien llegó a publicar, entre libros y artículos, casi un millar de títulos? Y ¿qué otro sustantivo –sino el de santidad– cabe a quien consagró a Dios todos sus esfuerzos, en escrupulosa y supernumeraria fidelidad? Álvaro quería morirse para irse al Cielo y ver a Dios; su fe en que éste era su destino no tenía la más mínima fisura (2006: 131) (...)».
Andreu NAVARRA