El paseador de perros
Alan siempre ha tenido una afinidad por los perros. Desde niño le gustaban, pero lo más curioso es que los animalitos se le acercaban, como hechizados, y se le echaban a los pies. “Algún día será veterinario”, decía su madre. “Tendrá un negocio de cría de perros finos”, apostaba su tía. Pero nada de eso ocurrió. La vida no siempre nos trata bien; a veces hay oportunidades, pero fallamos en detectarlas o cuando intentamos salir adelante sencillamente las cosas no se dan como uno habría querido. Alan encontró su camino; comenzó como ayudante de jardinero.
A la dueña de la casa le conmovía ver cómo sus perros se le acercaban y lo seguían en su faena. “Sácalos a pasear”, le dijo un día. Y así empezó todo. Se corrió la voz: “Hay un joven que encanta a los perros”, “Es de confianza”, “Los saca a pasear, les da de comer, les pone su agua”. Pronto todos lo contratan y ya es bien conocido en aquel barrio de clase alta. Y no veas las finas razas que pasea: caminan con un garbo, con una elegancia y un porte que hasta parece que estuvieran entrenados para caminar por una pasarela.
Alan tiene un grupo de WhatsApp donde recibe instrucciones de las señoras: “El viernes salimos de la ciudad, hay que sacar a los perros por la tarde y darles de comer; llegamos el domingo en la noche”, “Pasear a Fifilú a la hora de la comida, le dejas su latita de carne, su agua y te aseguras de meterlo a la casa por la puerta de la lavandería”. Alan trae, de hecho, varias llaves, y ya sabe a cuál pertenece cada casa. Todos conocen a Alan, no saben su apellido ni dónde vive, pero es de confianza y lo quieren.
Brayan es primo de Alan. Maneja un taxi. Un día se le ocurre algo interesante: “Esas casas grandes y bonitas donde trabajas deben tener dinero y joyas”. Alan no contesta. Pero Brayan insiste: “Bien fácil: me dices quienes salen de la ciudad y yo me encargo de ver qué encuentro mientras tú paseas a los perros”.
Alan, que parece un buen chico, no lo es. Ya había asaltado antes, allá en su barrio. También robó una tienda de conveniencia. “Se van a dar cuenta que fui yo quien te dejó entrar. Van a sospechar”. Sí, tal vez. Pero para cuando empiecen a hacer preguntas ya estamos con todo el dinero y bien lejos de aquí. Órale pues, mañana empezamos. Y así operan: los perros en el parque con Alan y Brayan saqueando las residencias: ¡hay mucho dinero!
Tres semanas después comienzan las sospechas; los robos siguen un patrón. La policía ya investiga. Alan sabe que aquello debe terminar ya, es arriesgado seguir. Pero Brayan está inflamado por el dinero, las joyas, los relojes, la platería: ¡sigamos un poco más! Bien, aún quedan un par de mansiones, hagámoslo. Los señores saldrán a Puerto Vallarta, regresan en una semana. Han dejado instrucciones para que Alan saque a los tres perros a pasear todos los días, por la tarde.
Los señores suben a un Uber, Brayan observa y confirma que se han ido. Alan llega unos minutos después. Entra por el jardín, abre la puerta de la cocina; los perros festejan su llegada. Saca las correas, los ata, deja las puertas abiertas y sale a dar el paseo. “Regresas en una hora”, ordena Brayan. La tarde es fresca, corre una brisa amaderada y floral. Los perros inspeccionan con su nariz cada centímetro del recorrido, reconociendo aromas, moviendo la cola, inquietos. Se cruza con otro paseador: viene del otro lado del parque, trae una manada de 8 animales. Se saludan, sonríen, los perros se cruzan miradas, ladran unos, aúllan otros. Baja la temperatura, el sol se oculta detrás de las montañas: es hora de regresar.
A Alan se le hiela la sangre: “Los maté”, dice Brayan en el WhatsApp. Las puertas están abiertas; corre, entra por el jardín y suelta a los perros. En la cocina, un cuerpo ensangrentado yace sobre los fríos mosaicos: es la señora. Está boca abajo. Los perros huelen la sangre y entran, alterados, nerviosos. Alan va detrás de ellos. En las escaleras que dan a las habitaciones está el señor, con una herida abierta en el cuello. Está muerto y solo se aprecian sus ojos abiertos de terror mirando a la nada. Brayan está en el ropero, forzando una caja de seguridad. Los perros lo atacan. Grita, se sacude, pero el pastor clava sus dientes en su cuello mientras los otros dos rasgan los músculos del brazo, de la pierna. Lo hacen pedazos. Alan está inmóvil; ya reacciona, huye.
Los señores cancelaron el viaje a última hora: un familiar enfermó de gravedad y tuvieron que regresar. Cuando llegaron sorprendieron a Brayan. Primero apuñaló a la señora. El señor corrió hacia las escaleras, pero ahí le cercenaron el cuello. El homicida subió a la recámara a buscar las joyas.
Alan fue detenido por una patrulla. Alegó que había llegado a la casa a entregar a los perros y así descubrió los cuerpos. Poco tardaron los judiciales en sacarle la verdad; lo golpean, leen sus mensajes y revisan las suelas de sus tenis manchados de sangre: ya confiesa. Ahora purga larga sentencia.
Los perros aún lo esperan para salir a pasear al parque.