Golpe entre corchetes
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Encorchetar esas palabras le permitió al PSOE su discurso de juez de silla: de un lado, los que llaman fascistas; de otro, los que llaman golpistas.
Orwell ya decía en 1944 que «fascista» no significaba nada. Estaba «degradada como una palabrota». «La he encontrado aplicada a granjeros, comerciantes, el castigo corporal, la caza del zorro, el Comite de 1922, el de 1941, Kipling, Gandhi, Chiang Kai-Shek, la homosexualidad, la astrología, las mujeres, los perros y yo qué sé».
Para Pemán, «fascista» ya ni siquiera era un adjetivo o un sustantivo. Se había convertido en un pronombre como «este» o «aquel» porque «fascista siempre es el otro». No es una declaración política que hace el interesado. Es un título que dan siempre los demás, como hijo adoptivo.
En cuanto a «golpista», la RAE lo asocia a la violencia, pero Puigdemont y los whatsapps han convertido en viral la definición de Hans Kelsen: «Una revolución, en el sentido amplio de la palabra, que abarca también el golpe de Estado, es toda modificación no legítima de la Constitución -es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales-, o su reemplazo por otra. Visto desde el punto de vista jurídico, es indiferente que esa modificación de la situación jurídica se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o efectuado por miembros del mismo gobierno; que se trate de un movimiento de masas populares, o sea cumplido por un pequeño grupo de individuos».
Es un logro nacionalista que «golpe» no evoque ya un general a caballo sino una charlatanería declarativa, y esa transformación es demasiado importante como para ponerla entre corchetes.