El muerto
El anciano murió de cáncer. Y de viejo. No se sabe qué fue primero. Tal vez las dos cosas se concomitaron, complotaron para acabar con aquel hombre. La cosa es que el viejo se murió. Ya va la familia a la funeraria del pueblo –la única–, acongojados, en procesión solemne, silenciosos y cabizbajos. Solicitan así los servicios correspondientes al dueño, mismo que conoce al fallecido y de esta manera se llevan a cabo los ritos y procesos relativos al fenómeno. Lo primero: el cuerpo pasa al laboratorio, donde se le extrae la sangre y sustituye con formol. Después viene el maquillaje, la selección del traje (el occiso nunca usó uno en su vida; estará tan contento de vestir de manera tan elegante el día de su funeral). Contratan al fotógrafo del pueblo, al hombre que solloza y a la señora –y su sobrina– que se encargan de los arreglos florales y el café con galletas. En esta ocasión no habrá música: el fallecido era sordo.
Lo velaron. Luego lo enterraron. Hubo llantos, gemidos, lamentos, suspiros. Dejaron un arreglo de flores de plástico y una botella de aguardiente sobre la tumba y se fueron. Pero hay un problema; no se pagó nada. En efecto: la familia no tenía suficiente para cubrir los gastos del funeral y el entierro. Pero ya sabe cómo es esto; se trata de un pueblo chico donde todos se conocen y se espera que el dueño de la funeraria sea flexible. Ya pagarán, sin problema.
Una semana después la tragedia azota a la familia: un sobrino se mató en la carretera. Venía tomado, perdió el control y se volteó. Se le rompió el cuello y cuando llevaron el cadáver a la funeraria para prepararlo, no se lo pudieron enderezar. Ya va la familia a pedirle al dueño de la funeraria que por favor, por el eterno descanso de aquel joven, por el amor de Dios, les ayude con los gastos de ese funeral: –Sí, sabemos que aún no pagamos el funeral del abuelo, pero esto es diferente, ocurrió tan repentinamente, aún no podemos creerlo, ¡era tan joven!
–Bien: lo vamos a preparar, les voy a vender un cajón de madera económico y lo enterramos, pero me pagan por lo menos la mitad de la deuda del viejo y luego vemos. –Bien, perfecto, así le hacemos.
Se cierra el trato, pasan el cuerpo al laboratorio, le sacan la sangre, le ponen formol viejo, lo rasuran, maquillan y visten con un traje de terlenka roído. Y el joven, con su cuello torcido, es puesto en el cajón: el cuerpo entra ajustado, tiene el cuello totalmente doblado, en un ángulo de 90 grados, y se dificulta mucho meterlo ahí. El mortuario presiona con fuerza y logra que la cabeza finalmente entre. Lo suben a la carroza para transportarlo al velatorio. El dueño espera en su oficina... –¿Ya pagaron? No. A ver...quedamos en que liquidaban la mitad; ¿qué pasó?
–Es que... no hay dinero y no pudimos conseguir lo pactado.
–¡Cómo que no pueden pagar! Ya me deben dos muertitos, carajo.
Bien, sin problema. El dueño, furioso, da la orden: el chofer y ayudante de la carroza van a bajar el féretro y lo van a dejar en un baldío que está de camino a las capillas. Y así lo hacen. Mira, allí está el cajón, reposa sobre cuatro blocks de cemento, oculto entre tablones de albañilería, un sofá destartalado, matas y espinas. No se alcanza a ver desde la avenida.
¿Dónde está el féretro? ¿Por qué no llega? Todos esperan. Pasa una hora, se comunican con el dueño: –Sí, se los entrego tan pronto me paguen lo que me deben.
–¡Jesucristo resucitado! ¡Cómo se atreve a negociar con el cadáver de un muerto! ¡Usurero! Se irá usted al infierno, sin duda. –Como ustedes gusten, pero el cajón se queda donde está hasta que paguen la deuda, punto.
–Bien, ya; entre todos aportamos algo, pedimos aquí y allá...
Se ha conseguido el monto. Ya le llevan el efectivo al señor dueño de la funeraria; lo recibe, gustoso, y regala una sonrisa malévola.
–Ahora sí, ya díganos por favor dónde está el féretro del muchacho, hay que velarlo.
–Sí, claro: el chofer y ayudante de la carroza ya los llevan: ahí mismo subirán el cajón y se lo llevan a las capillas y de ahí al cementerio.
Avanzan. ¡Nervios! Ya es tarde; en la capilla las velas se derriten de ansiedad en espera del muerto. El sacerdote bebe café y muerde una galleta. Familiares e invitados conversan en voz baja. Una señora pasea sus dedos entre las cuentas de un rosario al tiempo que mueve los labios de manera mecánica. No tarda en llegar. La carroza y la camioneta con los familiares se detienen frente al baldío; es un lote sucio y abandonado. Bajan, se abren paso entre la maleza, se espinan, se ensucian los zapatos, caminan sobre vidrios de botellas de cerveza y bolsas de plástico; respiran aromas hediondos de excremento y agua estancada con mosquitos que se reproducen en una sucia cubeta: –Mira, allá está: sobre los cuatro bloques de construcción, tal y como lo dejamos.
El féretro recibe los últimos destellos de un sol que ya se despide en el horizonte.
–Espera: hay algo mal aquí: ¡la caja está abierta!–, se apresuran, se empujan y apretujan y ya alrededor del ataúd miran dentro: está vacío.
chefherrera@gmail.com