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A un director de cine que se atreviese hoy a rodar «El último tango» le esperaría una implacable condena social del feminismo empoderado. La que sufrió Bernardo Bertolucci, sin embargo, fue real, impuesta por un tribunal italiano, pero por un concepto moral contrario que entendió como subversivo aquel recorrido brutal y trágico por los turbios abismos de la soledad, el sexo, el dolor y la muerte como expresión definitiva del naufragio. En este medio siglo ha cambiado de forma diametral la noción del escándalo mientras su genio de obra maestra permanece intacto, fijado para siempre en el tiempo a través de la crepuscular paleta de colores de Vittorio Storaro, de la partitura temblorosa y afligida del Gato Barbieri y, sobre todo, de la descomunal inspiración de un Brando iluminado por la pasión atormentada y oscura del mito fáustico. El halo maldito, autodestructivo, de esa película inmortal aún le estalló en la cara a su autor hace pocos años, con un juicio de opinión pública en el que resultó lapidado con las piedras de un extremismo neopuritano que le consideraba culpable de apología del heteropatriarcado. Los tabúes contemporáneos, tan unidireccionales y mentecatos, ya no son capaces de entender el arte como caleidoscopio de la ambigüedad del ser humano, pero nadie podrá borrar el brillo entre sutil y descarnado de aquella exploración claustrofóbica, despiadada, de un salvajismo volcánico, por los pliegues de la amoralidad, de la angustia, de la desesperación y del desgarro.
Con toda su crudeza, bien que encapsulada en la sombría elegancia de su puesta en escena, el «Tango» es la cumbre de un Bertolucci que, obsesionado por el marxismo y el psicoanálisis en su mejor época, derivó poco después hacia las grandes producciones épicas para terminar regresando al intimismo en la última vuelta de su carrera. A lo que nunca renunció fue a una aspiración sublime, casi prometeica, por la belleza, que le robó a los dioses -«Belleza robada» se llama precisamente uno de sus trabajos de los noventa- para impregnar con ella una mirada y un estilo de impecable madurez estética. Hay secuencias de «El cielo protector», esculpidas en la luz vesperal de un desierto de arena, que provocan al espectador una conmoción propia del síndrome de Stendhal. Incluso los excesos panfletarios de «Novecento», la lucha de clases interpretada con aires corales de epopeya maniquea, quedan edulcorados por una energía visual de sobrecogedora grandeza. Dotado, como su mentor Pasolini, de un especial talento para la adaptación literaria y poética, supo rodear de plástica la tragedia, el melodrama, la sentimentalidad, la introspección psicológica y hasta la violencia. Su legado es el de la más refinada etapa de la reciente cultura europea, cuando aún no estaba colonizada por la trivialidad posmoderna ni por la dictadura de las banderas políticamente correctas.