De la feria a la fama
Fama fatal, esa vieja doncella.
Jaime López
La FIL suele estar llena de sucesos sonoros y sensacionales que uno tiende a tildar de inolvidables. Pero son al fin tantos y tan afines que nada hay más sencillo que irlos amontonando en la memoria, y al final desecharlos sin quererlo. “¡Ahora sí ya la hice!”, dictamina dichoso el autor joven que cosecha algún éxito en la Feria, como otros se han creído que un mensaje del Twitter gustado y retuiteado miles de veces les llevará a una popularidad de la que ya jamás podrán bajar, cual si la fama fuera siempre fiel y nunca veleidosa.
Nadie que haya logrado cosechar incluso una pequeña dosis de fama está a salvo de creer que se la ha merecido. Un veneno especialmente rudo para quien se dedica a la escritura y necesita más de una guarida que de un pedestal. Andar por los pasillos de la Feria, dejarse apabullar por la tremenda oferta de libros y aplaudir a rabiar en las presentaciones permite al entusiasta formarse ideas en tal modo optimistas que el regreso a la realidad pelona suele hacerle pedazos el corazón. ¿Cuánto no sufrirá quien resultó aplaudido y endiosado hasta concluir que todo cuanto venga después habrá de ser igual, o aún mayor?
Se escribe mal desde los pedestales. Homenajes y premios literarios, aun los más jugosos y benéficos, tienen todos un precio que es preciso pagar con desconcierto y, ¡ay!, esterilidad. Puesto que la materia prima de la escritura no está en la certidumbre y la satisfacción, sino frecuentemente en la duda y la zozobra. Ignoran los autores pagados de sí mismos que tal pago no pasa de morralla, pues la literatura es siempre un atentado y éstos suelen fraguarse en la penumbra, a espaldas de la expectativa ajena y eludiendo las trampas del reflector.
Pocos son los que quieren abandonar la FIL, mientras el sortilegio se prolonga. Hay quienes han venido veinte veces y no conocen aún Guadalajara, víctimas de un hechizo que se prolonga al lobby del hotel, las fiestas asociadas a la Feria y algunos pocos restaurantes conexos donde los personajes suelen ser los mismos. Es como si viviéramos un sueño colectivo del que nadie se atreve a despertar, pero hay que ver la paz que uno cosecha cuando se hospeda en un hotel distinto y cada noche logra regresar a sí mismo, más allá del bullicio gobernante y el carnaval de nombres afamados que al final de la fiesta se quedarán sin ecos.
Para los editores, el valor de un autor no es tanto lo que ha escrito y publicado, como lo que le queda por escribir. Antes, cuando la FIL me llenaba de toda suerte de cuentas alegres, volvía a mis dominios hecho un basilisco, gimiendo por el lobby redentor. Hoy disfruto hasta el tope de estos días, pero no se me olvida que la realidad —y con ella el futuro, si es que existe— está toda guardada en aquel manuscrito que nadie puede ver y me espera en lo hondo de la guarida. El resto es una fiesta y siempre se termina.
ASS