Tesoro
Recuerdo un viejo cuento irlandés. No sé si lo leí o me lo contaron, pero yo era niño y se me quedó grabado. Era de un tipo que una tarde bebía en una cantina con un amigo y éste le dijo que en una tumba del cementerio del pueblo había un tesoro. En efecto, el hombre rico del pueblo murió y había dejado claras instrucciones al enterrador: “Llenarás mi ataúd con mis monedas de oro, joyas y otras cosas de valor, y mi cuerpo lo arrojas al mar, atado a una roca, para que las olas no lo arrojen a la playa a la mañana siguiente”. Y el enterrador así lo hizo, pues era hombre de palabra y además había recibido su justo pago. “Pues mis riquezas, codiciadas por mis hijos, amantes, empleados, amistades y negociantes no las tendrá nadie, nunca”. Así maldijo todo aquello que había ganado en vida y que el día de su muerte enterraba en aquel féretro que nadie –excepto el fiel enterrador– sospechaba lo que en verdad contenía. Dinero y joyas fueron a dar bajo tierra y nadie pudo explicar por qué los dineros del viejo avaro no se habían repartido.
Pasaron muchos años. Los suficientes como para que en aquel pueblo se olvidaran del dinero y del viejo. Entonces aquel hombre que bebía en la cantina esa tarde le preguntó a su amigo cómo era que sabía eso, y entonces él, ebrio de alcoholes y melancolía, respondió: “Pues yo soy el enterrador”, y pasó a revelar la ubicación de la tumba en cuestión. “Bien”, replicó, “¿pues cómo es que no has ido a reclamar aquel abundante y copioso tesoro del cual solo tú conoces su ubicación?”. Y el enterrador lo ve fijamente a los ojos, pronto la mirada se le oscurece y así advirtió: “Porque ese tesoro está maldito”. “¡Patrañas!”, espetó el hombre, golpeando la mesa con su puño. “Yo mismo iré esta misma noche y reclamaré el tesoro”. Y dando un último sorbo a su bebida arrojó una moneda sobre la mesa y salió de ahí con presteza y ansiedad. Fue a casa, recogió una pala, se puso casaca y sombrero y caminó hacia el cementerio, que se hallaba en la cumbre de una loma redonda y alta.
Llueve. El camino es lodoso y va subiendo alrededor de la loma, y en cada vuelta el hombre visualiza relucientes monedas de oro, deslumbrantes rubíes y diamantes destellantes, y todos pasan frente a sus ojos, cegándolo al tiempo que los rayos de una tormenta lo iluminan y proyectan su sombra contra la ladera. El cementerio está delimitado por una barda de rocas antiguas, aquellas que fueron traídas por los viejos pobladores desde la isla de Inishtrahull, sitio habitado por magos y sabios, y esas rocas están encantadas, tocadas con un hechizo que previene que los muertos salgan de ese lugar, pero, al mismo tiempo, evita que los vivos se involucren en los asuntos de los fallecidos. Ya entra al cementerio, y entre la llovizna, la niebla que lo envuelve y el destello de los rayos, enciende su linterna y busca la tumba del hombre rico, aquella que habrá de cambiar su vida para siempre. Luego de deambular por entre lápidas con nombres deslavados y cubiertas de musgo, encuentra lo que ha ido a buscar; coloca la linterna sobre un árbol torcido y frente una lápida fracturada, se quita la casaca y comienza a cavar. Los rayos iluminan su rostro, el cual aparece enrojecido, enloquecido. A medida que cava y arroja generosas cantidades de tierra sus ojos se van abriendo cada vez más, hasta que en un punto parece que van a estallar. La lluvia arrecia y él sigue clavando la pala en la tierra, y ya casi puede oler el dulce aroma del oro. “Ya falta poco, lo sé. Cada vez que hundo mi pala siento una vibración extraña, un titilar eléctrico que sube desde el acero y por el mango de madera hasta mi cuerpo, y así sé, estoy seguro, que ya pronto voy a dar duro y fuerte con el féretro”. La niebla engulle por completo la cumbre de aquella loma: la tormenta se intensifica, el viento comienza a soplar y chillan los goznes de la puerta de fierro del cementerio. El hombre, absorto, sigue cavando, y no se da cuenta que, encima de él, la tormenta está en su punto más intenso. El oro está cerca, cada vez más cerca, ¿acaso no te das cuenta? Pero el agujero es tan profundo que ya no puede ver nada más que un pequeño y estrecho rectángulo sobre él, y el agua entra a borbotones, como una cascada. “He cavado tanto; si sigo un poco más pronto doy con el ataúd. Solo un poco más, ya casi estoy ahí”.
En la cantina, el enterrador bebe al tiempo que la luz de la chimenea baila juguetona y siniestra y se proyecta sobre su rostro hinchado de alcohol. Afuera, los rayos de la tormenta crean estampas momentáneas del pueblo, sus calles, casas y de la loma cuya cumbre se oculta por una gruesa e impenetrable capa de niebla.
A la mañana siguiente una delgada capa de nubes cubre el cielo. Una llovizna ligera refresca y el eco del graznido de los cuervos rebota en las paredes de roca del cementerio. El enterrador llega con su pala recargada sobre el hombro y su pipa humeante, se acerca entonces a una tumba abierta, profunda y llena de agua. Entonces comienza a regresar la tierra que hace años echó ahí, sellándola para siempre.
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