¿Es España un país atrasado? Las 63 expediciones científicas que desmienten otra leyenda negra
0
De ahí lo inconsistente del mito de que España es un país condenado desde hace siglos por su atraso económico y científico, razón por la que hoy no tiene una economía basada en la innovación como Suecia, Dinamarca u otros países nórdicos. Según datos del años pasado de la Comisión Europea, España está en el puesto 16 en innovación de los 28 países tenidos en consideración dentro de la UE, con una nota de 83,9 en el índice general (el Índice Sintético de Innovación), más de 20 puntos por debajo de la media de la Unión (105,8). No obstante, que hoy no esté a la cabeza de la innovación continental no significa que España siempre haya estado en la parte trasera. Los tiempos cambian a su antojo.
El mito del atraso
Habría que partir del hecho de que no han existido dos grupos inamovibles de países: los punteros en tecnología y los atrasados. Cada periodo ha visto nacer y morir a países más o menos propensos a la ciencia. Imperios que emergen, y otros que caen dentro del ciclo natural de la Historia. En los siglos XVI y XVII, España sin duda contaba con muchas ventajas científicas y tecnológicas respecto a sus vecinos. De ninguna otra manera, Portugal y España hubieran podido explorar mares, islas y todo un continente en solitario. Ni hubiera podido Elcano completar la primera circunnavegación a la tierra sin un bagaje naútico y una tecnología de vanguardia.
En ese tiempo, además, el cosmógrafo Alonso de Santa Cruz fue el primero en describir la variación magnética; el navarro Jerónimo de Ayanz y Beaumont patentó 48 inventos, entre ellos la primera máquina de vapor de la historia y un horno para destilar agua marina; y la Universidad de Salamanca incluyó una cátedra de Astronomía donde resultaba imperativa la teoría heliocéntrica de Copérnico, mientras en países estimados como punteros en la ciencia actual se dedicaban a atacar al monje polaco por osar colocarse por encima del Espíritu Santo, como afirmó Calvino.
En el siglo XVIII, el militar y científico Jorge Juan fue el primero en medir la longitud del meridiano terrestre, el también marino Antonio de Ulloa descubrió el platino en Esmeraldas (Ecuador) y el naturalista y militar Félix de Azara fue un precursor fundamental para que Charles Darwin desarrollara su teoría sobre El Origen de las Especies, como el británico reconoció. Por mencionar solo a unos cuantos eruditos de este siglo.
Pero, sin duda, la gran aportación científica españolas a ese siglo fueron las expediciones científicas. España, sola o asociada a otras Cortes europeas, realizó 63 expediciones durante la Ilustración, más que ninguna otra nación. Todo ello porque ningún otro país se encontraba con un imperio tan extenso ni tantas posibilidades naturales a su alcance. Carlos III, un gran amante de la naturaleza, explica en una Real Cédula las razones de estas expediciones:
«Por cuanto conviene a mi servicio, y bien de mis Vasallos el examen y conocimiento metódico de las producciones Naturales de mis Dominios de América, no sólo para promover y los progresos de las ciencias Phisicas, sino también, para desterrar las dudas y adulteraciones que hay en la Medicina, Pintura y otras Artes importantes, y para aumentar el Comercio, y que se formen Herbarios, y Colecciones de Productos Naturales, describiendo y delineando las Plantas que se encuentren en aquellos mis fértiles Dominios para enriquecer mi Gabinete de Historia Natural y Jardín Botánico de la Corte…».
A por el oro verde
La primera de las expediciones fue dirigida por Casimiro Gómez Ortega y desarrollada en el reinado de Carlos III, hacia 1777, con destino Perú y Chile. La iniciativa, de aliento francés y promovida, entre otras instancias, desde el Jardín del Rey, estuvo encaminada a la obtención de información de las posesiones españolas en América y el conocimiento de plantas útiles no solo por sus aplicaciones medicinales sino por las repercusiones prácticas, tanto económicas como industriales, derivadas de su uso y comercio.
Franceses, ingleses, holandeses y españoles surcaban en este periodo los mares no solo en busca de metales preciosos, el platino entre otros, sino también del deseado «oro verde», esto es, la quina, la droga exótica más importante a nivel comercial de las traídas del Nuevo Mundo.
Esta sustancia, que se extrae de la corteza de una especie de árbol originario de América del Sur en la selva lluviosa de Amazonia, fue introducida en terapéutica por los jesuitas ya en el siglo XVII como poderoso febrífugo, del que se dijo que «fue para la medicina lo que la pólvora para la guerra». No en vano, supuso el ariete definitivo para la destrucción del paradigma galenista de que una droga de cualidad caliente solo podía combatir a enfermedades de temperatura fría. El empleo de la quina para combatir el paludismo, fiebres tercianas y otras enfermedades similares puso en cuestión estas teorías medievales.
El deseo de hallar nuevas especies del género Chinchona presidió las aventuras científicas del periodo ilustrado en ultramar, pero no fue el único aliciente para el Jardín.
Con el hallazgo de la quina, la Real Botica se convirtió en el centro receptor a nivel internacional de los descubrimientos que venían del Nuevo Mundo y, sobre todo, de las corachas de esta planta (considerada demoniaca por el mundo protestante) En esta institución destacaron médicos como José Quer o los botánicos José Ortega y Juan Muniain, así como Miguel Barnades, médico de Carlos III, que escribió la obra referente de su tiempo sobre este campo. Bajo la dirección de Casimiro Gómez Ortega, impulsor de la primera expedición, el Jardín llegó a convertirse en uno de los más importantes de Europa.
Expediciones de todo tipo
El deseo de hallar nuevas especies del género Chinchona presidió las aventuras científicas del periodo ilustrado en ultramar, pero no fue el único aliciente para el Jardín. Las hubo que se dedicaron a inspeccionar las costas del Pacífico, mientras otras buscaron los límites del continente americana. Una de las más importantes fue la realizada por José Celestino Mutis por tierras de Nueva Granada entre 1782 y 1808, que se plasmó en los 51 volúmenes de la «Flora del Reino de Nueva Granada», que incluían 7.000 dibujos de su flora.
En este mismo reinado, fue de gran importancia la encabezada por el médico aragonés Martín de Sessé y el mexicano José Mariano Mociño, desarrollada entre 1787 y 1803, para recabar información sobre la flora y fauna de Nueva España. Justo a medio camino entre Carlos III y Carlos IV, se produjo la famosa expedición de Alejandro Malaspina, que recorrió las costas de toda América desde Buenos Aires a Alaska, las Filipinas y Marianas, Vavao, Nueva Zelanda y Australia. acumulado una cantidad ingente de materia.
La expedición Malaspina y Bustamante acumuló una cantidad gigantesca de información sobre especies botánicas y minerales, así como observaciones científicas de todo tipo (llegaron a trazar setenta nuevas cartas náuticas). A su regreso a Cádiz el 21 de septiembre de 1794, presentaron sus informes (cargados de comentarios políticos) a Godoy, nuevo hombre fuerte del nuevo reinado, quien juzgó poco oportuna su publicación dada la situación política de entonces.
Enemistado con el «Generalísimo» de Carlos IV, Malaspina tomó parte en una conspiración para derribar a Manuel Godoy, lo que condujo a su arresto el 23 de noviembre. Fue condenado a diez años de prisión en el castillo de San Antón de La Coruña, donde Malaspina escribió ensayos sobre estética, economía y literatura. Gran parte del material recabado se desaprovechó.
Fallecido Carlos III, y perdidas pronto las colonias americanas, el ritmo de las expediciones cayó dramáticamente. Al respecto de lo que supuso para el mundo estos viajes dieciochescos, el viajero y científico Alexander von Humboldt reconoció:
«Ningún gobierno ha invertido sumas mayores para adelantar los conocimientos de las plantas que el gobierno español. Tres expediciones botánicas, las del Perú, Nueva Granada y Nueva España [...] han costado al Estado unos dos millones de francos [...] Toda esta investigación, realizada durante veinte años en las regiones más fértiles del nuevo continente, no solo ha enriquecido los dominios de la ciencia con más de cuatro mil nuevas especies de plantas; ha contribuido también grandemente a la difusión del gusto por la Historia natural entre los habitantes del país»
«Ningún gobierno ha invertido sumas mayores para adelantar los conocimientos de las plantas que el gobierno español»
Y no solo de Botánica vivía la ciencia española. Con Carlos III, se dio un salto significativo gracias más, eso sí, a individualidades que a comunidades o instituciones científicas afianzadas. Como explica el historiador Roberto Fernández en su libro «Carlos III: Un monarca reformista» (Espasa, 2016), se desterró la escolástica tradicional en pos de ciencias útiles capaces de producir tecnología a corto y medio plazo. A través de la militarización, la centralización, el utilitarismo y el americanismo, se impulsó la ciencia patria y se promocionó a matemáticos como José Chaix y Juan Justo García o Benito Bails, cuya obra incluyó el cálculo infinitesimal y la geometría analítica, o a químicos como los hermanos Fausto y Juan José Elhúyar, descubridores del tungsteno.
En cuanto la Astronomía, fue en esas fechas cuando el Observatorio Astronómico de Madrid compró al célebre William Herschel el que era entonces el segundo telescopio en tamaño del mundo.