Bombas de arcoíris: a mitad del Mes del Orgullo
Primero fue la avenida Juárez, el paso peatonal que cruza de la Alameda a la banqueta próxima a la calle de Luis Moya amaneció revestida con los colores del arcoíris, el lábaro patrio de la sexualidad que se tuerce frente a la normal hegemonía buga justo la mañana que daba la bienvenida al Mes del Orgullo. La idea es que apareciera el 17 de mayo, oficialmente el Día Internacional de la Lucha contra la Homofobia, pero por esos días la capital se ahogaba en su propio vómito ambiental y la tardía contingencia prohibió actividades al aire libre, incluyendo la militancia gay.
Desde entonces el arcoíris de chapopote se ha reproducido cientos de veces, en nota en los medios y coloreando los noticieros de televisión, pero sobre todo como soportes de selfies que nutren las prosecuciones de Instagram, Twitter o Facebook, con hashtags que hablan de orgullo, respeto, diversidad y tolerancia.
La suerte de bomb gay (slang grafitero que refiere el acto de cubrir, pintar o marcar una superficie o área con tinta o tags, que a su vez significan firmas) fue concebida por activistas Lgbttti, algunos pertenecientes a la Asociación Civil Yaaj y el Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México, un acto que tiene el objetivo de “refrendar el compromiso del @GobCDMX frente a los derechos de la población #LGBTTTI y eliminar la discriminación por orientación, identidad y preferencia sexual”, decía el tuit que también sumaba a la embajada de los Países Bajos y entre todos daban la bienvenida a la CdMx como miembro o algo así de la Red Latinoamericana de Ciudades Arcoíris.
Días después un par de arcoíris más asfaltaron la Ciudad de México, ubicados en cruces de barrios gentrificados, cuyos elevados costos de vida son proporcionales al orgullo de su sentido de la tolerancia y la inclusión. Las selfies continuaron, para subrayar el hecho de que además de eliminar la discriminación como por arte de colorterapia, los arcoíris embellecían un espacio público de por sí fotografiable por lo sobrediseñado de su entorno. Divertido hubiera sido que aquellos activistas que acapararon fotografías con sus rodillos, haciendo de pintor de brocha gorda sobre la avenida Juárez, posaran los mismos semblantes pintados de esperanza mientras rayaban arcoíris en el pavimento de barrios populares, frente a un paradero de microbús o alguna calle sobrepoblada de carnicerías donde la discriminación por orientación, identidad y preferencia sexual es parte de la rutina diaria, como el kilo de retazo para los caldos de res o moles de olla que se sirven en mesas donde el costumbrismo familiar pesa más que cualquier noción de tolerancia. Es ahí donde los mensajes pueden tener efectos secundarios, quizás no siempre positivos, pero al menos confrontan y alteran un orden, indispensable para abrirnos paso. O así fue en los inicios del movimiento homosexual.
La acción de suplantar las cebras peatonales con los colores del arcoíris se replicó en otras ciudades de la República Mexicana. Entiendo que en Monterrey la pintura fue de tan mala calidad que no duró ni una noche, al día siguiente aquello parecía camiseta de algún hippie fan de Grand Funk Railroad.
Desconozco el efecto que ha tenido la invasión de arcoíris en la capital y otras ciudades más allá de su plusvalía decorativa. Párrafos antes utilicé la expresión bomb porque la acción ni siquiera cuenta con la agresión visual del grafiti que por lo menos sitúa al espectador en un estado de inquietud y alerta, como el throwup (grafiti de puras letras a base de uno o dos colores máximo y velocidad facinerosa para no ser capturado por la policía) que escribió sobre una barda el activista Juan Jacobo Hernández durante la primera marcha del orgullo gay en 1979 que decía: “Junio: mes del orgullo homosexual”, lo que me hizo recordar una frase de Jeff Chang en su libro Generación Hip-hop: de la guerrilla de pandillas y el grafiti al gansgta rap, sobre los orígenes del grafiti: “Sus intervenciones no constituían declaraciones políticas. Simplemente eran lo que eran, un ataque contra la invisibilidad de su generación y una manera de prepararse para el periodo de oscuridad que se avecinaba”. Luego el escritor afroamericano Greg Tate describiría al grafiti como un acto de “colonización a la inversa”. Al menos yo siempre he encontrado un marginal paralelismo entre el rap y el movimiento de liberación gay, a excepción de la intimidación del primero.
Muchos creen que esos rayoneos son feos, quizás tantos como la homofobia.
Puedo entender las buenas intenciones de esos arcoíris, no obstante me sigue generando frustrantes dudas el reiterado aliento de dotar a los símbolos del activismo Lgbttti de recompensas visuales que después de ese deleite no aportan nada al problema de la homofobia. No la atacan. Son bonitos y los colores pueden que gratifiquen el paisaje condenado a la fealdad urbana pero y luego ¿qué? Todos los comentarios bajo las notas periodísticas de esos arcoíris son bombas de palabras homofóbicas, cuya violenta intención de ser puños ya hubieran acabado con nosotros si solo nos tiramos al piso, nos enroscamos y cubrimos el rostro.
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