¿Qué abren las puertas?
¿Qué se esconde detrás de una puerta cerrada? La pregunta es capciosa porque presupone que, como la puerta cierra un paso, ha de esconder por correlación lógica algo. Y como esconde «algo», ese algo ha de tener valor, puesto que sólo hay dos cosas que se escondan, las que avergüenzan y atormentan y las que subliman y enriquecen. La puerta es, entonces, esa lámpara maravillosa que promete todos los tesoros o todos los infiernos a un mismo tiempo. En definitiva, ¿qué hay más literario que tener que hacer frente a esa disyuntiva, a ese golpe de suerte que ha de conformar para siempre nuestro destino?
¿Quiere aumentar el valor de su piso? Ponga cuantas más puertas mejor. Los lofts no engañan, por lo que no valen, no tienen verdad, sólo estupidez. «Una puerta cerrada sólo es una puerta cerrada», dice el hombre melón que no entiende que el lenguaje sólo es una aproximación de significado, no un significado en sí mismo, por lo que una puerta nunca es sólo una puerta. Es decir, una puerta es una mera aproximación a lo que la puerta significa. Ese es el misterio de la vida, que todo es una aproximación, puesto que todo es lenguaje y todo lenguaje es simbólico, no cerrado, nunca una certeza final. Una puerta cerrada es el principio de todas las historias.
Imaginemos, por ejemplo, el final de «Casa de Muñecas», de Henrik Ibsen. Cuando Nora sale de su casa, abandonando a su marido y a sus hijos, lo último que hace es cerrar la puerta tras de sí. Es lo último que oye el espectador, el sonido de un portazo. Vemos aquí cómo el hecho de cerrar la puerta convierte a este hecho en final, en tremendo, en booom, portazo. La puerta cerrada significa claudicación e imposibilidad, es decir, que ella deja atrás a su familia, pero su familia al mismo tiempo también la deja atrás a ella. La conexión se ha roto.
Si Nora se hubiese marchado dejando la puerta abierta la impresión de finalidad y, por tanto, fatalidad, sería otra. ¿Castiga Ibsen con este final al personaje que en apariencia quiere liberar? La conciencia burguesa puede rebelarse, pero sigue siendo conciencia burguesa, así que es fácil presuponer que en el fondo Ibsen quería castigar que Nora replique el egoismo de su marido con su propio egoismo. Si al menos hubiese dejado la puerta abierta, entonces la liberación sería absoluta, puesto que Nora podría ser lo que quisiese sin tener que renunciar a nada, incluso a sus hijos, para conseguirlo.
El Teatre Romea acoje ahora «Casa de nines 20 anys després» o cómo Lucas Hnath, otro hombre burgués nacido 150 años después de Ibsen, reimagina que podría haber pasado con la valiente y cobarde a un tiempo Nora después del portazo final. En su opinión, tardaría 20 años en estar lo suficientemente segura de quién es en realidad para atreverse a volver a aquella casa. Y arranca, por tanto, con Nora frente a la puerta cerrada invocando a que se abra. Es decir, se marcha una cobarde que huye y vuelve una valiente que inquiere. El mundo encerrado en una puerta, ese eje de transición donde las personas al cruzar se transforman en otra cosa.
La puerta cerrada como prohibición y clausura sigue siendo una metáfora poderosa. Y la mejor de todas ellas la encontramos en «El padrino», la célebre película dirigida por Francis Ford Coppola. Aquí tenemos otra ficción que acaba con una puerta cerrada. Michael Corleone le dice a sus guardas que cierren la puerta mientras su mujer mira perpleja desde el otro lado. El mafioso aparta a la mujer que ama, la aparta por completo de su actividad quizá avergonzado, quizá para protegerla, pero cerrándole el paso por completo a lo que es su vida real. Al Pacino, por tanto, quiere encerrar a Diane Keaton en un mundo de ficción. Para una serie de películas que basan su fuerza en la importancia de la familia, la puerta determina que la familia sólo es una espacio de ficción. Por ello Michael Corleone, que todo lo hace por la familia, acabará por perderla ya que no es un espacio real, sino una fuerza de ficción.
Aquí vemos como la puerta, con su giro de posibilidad, es una de las mayores representaciones de poder. Famosa es la puerta de Downing Street, por ejemplo o la célebre puerta empotrada de la sala oval de la Casa Blanca, o todas las puertas levadizas de los castillos de «Juego de tronos» y compañía. El poder no está ni fuera ni dentro, sino en la transición, en la puerta misma. Como el caballo de Troya demuestra, las puertas no se atraviesan, se conquistan, pues es allí donde está el poder.
Pero dejemos las puertas cerradas detrás y pensemos en las que se abren, las que sí se conquistan. «Si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al hombre como es, infinito», escribía William Blake en «El matrimonio del cielo y el infierno», lo que inspiraría a Aldous Huxley a escribir su libro psicotrópico «Las puertas de la percepción» y a Jim Morrison y Ray Manzarek a fundar a The Doors. Lo que Huxley y Morrison veían como positivo, la posibilidad de alcanzar el infinito, lo que en realidad significa el verso de Blake es la obligatoriedad de la puerta para captar lo concreto. Sin puertas, amigos, no existe dirección, y sin dirección, no existe vida, sólo infinito.
Pensemos en la dicotomía de «Alicia en el país de las maravillas» cuando ha de buscar la puerta que la saque del agujero donde se ha metido. Se hace pequeña, se hace grande, los pomos hablan, no hablan, da igual, la puerta tiene el poder narrativo, es ella la que decide y explica lo que va a suceder. Abrirá la puerta y quizá todas sean correctas, pues todas generan un tránsito hacia lo desconocido y ahí reside cualquier conquista, gobernar el caos, es decir, amar.
La puerta como tránsito a mundos maravillosos es algo genérico. Sucede en «El jardín secreto», de Frances Hodgson Burnett y en Harry Potter y en «Coraline», de Neil Gaiman, y, por supuesto, con la puerta del armario de «El león, la bruja y el armario», de C. S. Lewis. los ejemplo son miles y demuestran la necesidad de una transición de un mundo a otro como elemento esencial para poder entender el otro lado o responder a la idea de «otro lado». Con lo que vemos que la posibilidad de capturar «lo infinito» no existe, sólo la traslación de una posibilidad a otra. El infinito es inaprensible puesto que eso es lo que es, todo, y al serlo todo no se puede aprehender. Y lo que no se puede aprehender no se puede amar y lo que no se puede amar no importa en absoluto. Conclusión, Aldous Huxley se drogó tanto que era un flipado, al igual que Jim Morrison, y que William Blake era un genio.
¿Porque se puede superar el simbolismo de la puerta? ¿Podemos liberarnos de la dirección? ¿Podemos amar sin dirección? Borges aseguraba que el laberinto más grande del mundo era un desierto y puede que tuvise razón, ya que sin dirección no hay voluntad y sin voluntad no hay intención y sólo queda la pasividad de los simbolos, la absoluta insignificancia. Por favor, pongan más puertas en su vida, lo agradecerán, sobre todo si las abren a menudo, que los ambientes hay que airearlos, hombre. «¡Ábrete sésamo!»