¿Y para qué sirve el Fonca?

Me hice al trabajo cultural en 1989, año de la fundación del Fonca, institución con la que sin embargo mi relación ha sido más bien tenue: he fungido como jurado en un par de convocatorias, y solicitado una sola vez un apoyo especial —a la sazón para financiar los boletos de avión necesarios a la presentación en un festival extranjero de un montaje teatral que producía yo—, que me fue otorgado. Es todo. No contemplo participar de convocatoria suya alguna en el corto como en el largo plazo. No es pues en tanto potencial beneficiario que escribo esto, sino como ciudadano.

Mi caso es el de muchos agentes culturales que no consagramos sino parte de nuestro tiempo a la creación, y que sufragamos nuestra existencia merced a tareas de edición, producción y/o promoción. No es éste, sin embargo, el de muchos que dedican todas sus horas laborales al quehacer artístico, y que hacen falta en un país con vida cultural saludable.

Entre estos últimos existen figuras de dos tipos: quienes se dedican a empeños que conocen un mercado potencial —la novela, las formas más accesibles de las artes escénicas— y acceden por tanto a financiamientos públicos o privados, y quienes, por las características mismas de su campo —la poesía, la ópera, el performance, la composición musical contemporánea—, no pueden confiar su subsistencia al mercado y precisan un subsidio para llevar a cabo proyectos que acaso no conciten el entusiasmo de las masas pero contribuyen al enriquecimiento y la complejidad de nuestra cultura.

Antes de 1989, el financiamiento de estos proyectos era discrecional, dependía de que el artista tuviera acceso a ciertos funcionarios y, a menudo, de que su obra complaciera —o siquiera no displaciera— a estos. A partir de la creación del Fonca, son reglas y criterios claros, y jurados ciudadanos y expertos, los que determinan la asignación de recursos. Si el Fonca existe, es justo para combatir la cooptación y los privilegios que hoy se le acusa, no sin alevosía, de fomentar.

El Fonca sirve para sustraer del clientelismo el quehacer artístico. Su pervivencia es la de una noción ciudadana de la cultura en un Estado social.