¡Censura! ¡Censura! ¡Censura!

Debo decir por si no se ha notado que soy un fan from hell de Jelipillo Calderón, sobre todo porque a pesar de las circunstancias es siempre capaz de sorprendernos. Yo ya me había hecho a la idea de que este gran estadista que tienen la popularidad del pie de atleta merecía dejar su lugar de privilegio en esta columna que tiene algo de cruz y del Pantera, pero este muchacho, cuando debería de estar buscando a una secta satánica como la de Emiliano Salinas para aprender a hacer bonitas coreografías para administrar su tiempo libre que parece tener de sobra (¿acaso no hay nadie que le ofrezca un papel en Los Aristemo, alguna chamba para que no esté ahí nomás de ocioso?), siempre encuentra la manera de colarse en los trending topics con una habilidad que ya quisieran los delanteros de la Selección nacional pambolera para meterse en el área chica.

Y es que el ex presichente Calderón quiso convertir la salida de Sarmiento y Lupita de Radio Centro, así como la llegada a la dirección editorial de Julio Astillero, en una especie de atentado contra la libertad de expresión. Bueno, casi que acusa al también editorialista de La Jornada en el nuevo Goebbels en un tuit que sería un bonito llamado a la histeria colectiva. Por supuesto todos sus corifeos que tienden a correr como gallinas sin cabeza replicaron las mismas neurosis con el tacto de un iguanadonte bailando ballet.

Tristemente las cosas no salieron a la medida de sus obsesiones porque a los 10 minutos aparecieron las supuestas víctimas de la censura con un nuevo programa en El Heraldo.

Eso me recordó un muy candoroso momento calderónico cuando un soleado domingo en que iba alegremente a comprar la barbacoa de rigor, sonó mi teléfono en un número desconocido. Contesté con el temor de que se tratara de una llamada de extorsión como en efecto lo fue. Era el entonces secre de Gobernachong, el inspector Poiré que no Poirot que hablaba nada más para saludar y dejarme en claro que no solo tenía mi teléfono sino que estaba muy pendiente de mis textos que no eran nada afines al humanismo que practicaba don Jelipillo. Afortunadamente no hay nada que unos dorados de barbacha y un sinsomé bien picoso no puedan resolver.

Además, nunca se me ocurrió que fuera una intimidación sino que en realidad me estaban cuidando. Gracias, don Jelipillo, oh gran salvador de la libertad de expresión.

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