Breivik
Anders Behring Breivik se la pasa bomba desde hace unos años. Se dedica casi todo el día a escribir y a jugar con uno de esos aparatos electrónicos que se alimentan con las neuronas de los jóvenes, aunque a sus 40 ya no es ningún jovencito. De pequeñas dimensiones, el sitio donde vive ofrece muchas comodidades: una buena cama, un escritorio amplio y funcional, un baño privado, una ventana por la que entra suficiente luz, una silla y una televisión. Nada mal para ser beneficios gratuitos. Vive en una suerte de aislamiento total, con eventuales visitas de un clérigo y algunas autoridades judiciales. No parece sufrir para nada por remordimientos o sentimientos de culpa. No sufre de terrores nocturnos ni de pesadillas. Es insolente, intolerante y está seguro de que siempre le asiste la razón. Escribe manifiestos, reflexiones, memorias, expone teorías y elabora amenazas directas contra las mujeres, el multiculturalismo, los migrantes, los musulmanes, los militantes de partidos de izquierda. Con Hitler farfullando detrás de sus ideas, es uno de esos especímenes que pululan cada vez en mayor número por el mundo, afiliados por sus actos y su palabrería a la extrema derecha. Técnicamente es un terrorista supremacista.
El 22 de julio de 2011, Breivik hizo estallar una bomba en las oficinas del gobierno noruego en el centro de Oslo y luego, disfrazado de policía, se trasladó a la isla de Utoya, donde un grupo de jóvenes simpatizantes del partido laborista celebraban una reunión anual. Ahí persiguió y asesinó a los asistentes durante una hora. Cuando los policías llegaron a la isla contaron 69 cadáveres.
Antes de ser presentado ante la justicia, Breivik fue sometido a minuciosos exámenes psicológicos. Está cuerdo, dijeron los especialistas. No se trató del resultado de una psicosis, de un momento de locura, sino de una postura ideológica. El asesino fue condenado a 21 años de prisión en solitario en una cárcel en las inmediaciones de Oslo. La pena máxima de prisión en Noruega. Confinado en una cómoda celda pasa ahora sus días en espera de su regreso a la libertad. Volverá entonces a las andadas sin duda.
El asesinato colectivo de la isla de Utoya hizo pedazos la apacible vida en Noruega. Dividido, el país se debate desde entonces entre liberales y extrema derecha. Breivik quedó en medio, como una figura simbólica de los nuevos tiempos que vive el país. Hay quienes simpatizan con él y quienes lo odian y le temen, mientras los liberales pierden terreno y la derecha gana posiciones en el gobierno.
Ocho años después, la historia de la masacre de aquel día sigue dando vueltas en la sociedad noruega. Aunque es un tema del que no se habla mucho, la tragedia va y viene en la televisión, en los libros, en el cine. Ahora la siniestra fecha habrá de ser recordada con el estreno de Utoya, 22 de julio, una película del noruego Erik Poppe.