Baja California
Baja California fue, hace más de 30 años, el primer estado del país en tener un gobierno emanado de la entonces oposición; la tradición democrática de aquel estado tiene un gran punto de encuentro con la democracia de los Estados Unidos. Desde siempre, en Baja California la aspiración de tener gobiernos emanados de los votos en elecciones competitivas y transparentes ha sido una sana costumbre de su pacto social local. Así, la democracia apreciada en toda su dimensión hacía de la frontera un ejemplo elocuente de su sociedad.
Escandalosamente esta semana, el orden democrático y constitucional se alteró en una noche; de 2 a 5 años, luego de distintos procesos judiciales, y alejado completamente de la voluntad popular, fue modificado el término del gobierno de una administración que, sin todavía iniciar, ya da lecciones de falta de civilidad política en términos nunca antes vistos. Tanto ha luchado este país por la democracia, por el sufragio efectivo, por la certidumbre de los procesos electorales y las reglas políticas del juego para que, con la vergonzosa participación de diputados locales del PRI y del PAN, el congreso estatal aboliera la tradición democrática de un estado ejemplar en ese ejercicio.
No hay defensa alguna a la lesión que se ha gestado, ni siquiera argumento posible de alguien. Derrumbar la democracia significa quedar a la intemperie de la barbarie política y de las ambiciones de grupos. Vulnerar las reglas del juego institucional es una ruptura no vista ni en los peores momentos del partido único, es más, transgrede en los hechos nuestra aspiración natural como país y sociedad de resolver nuestras diferencias a partir del reconocimiento pleno del Estado de Derecho.
La fiesta del desorden constitucional, legal y políticamente hablando, es un retroceso que no debiera ser aceptable bajo ninguna circunstancia, y los equilibrios de la República y los Poderes deben ejercer todas sus facultades para castigar este ilícito proceder. Pero, más allá de las cuestiones legales, me asusta el silencio de las tradicionales voces que lucharon tantos años por la democracia mexicana; sin duda, Cuauhtémoc Cárdenas vuelve a hacer de la congruencia un valor fundamental, pero quedan a deber todos los demás que en las últimas décadas pelearon por elecciones limpias y procesos de certidumbre política, condiciones de equidad en la competencia y observancia de la ley. Hoy se han quedado mudos y sin voz.
¿Dónde están los partidos políticos que representan a los ciudadanos que creemos en la vida democrática? ¿Dónde están los que rugían ante la aplanadora, los que disentían y peleaban por las buenas causas? El silencio aturde y lastima tanto como el golpe brutal a la democracia, que no conoce ni conocerá de ninguna autoridad moral ni ningún discurso fácil, que no será subsanada con demagogia y que debiera ser defendida por sobre todas las cosas por absolutamente todos. Si no lo hacemos, estaremos asistiendo a una regresión de la que espero no haya silencios cómplices; es nuestra obligación tener la fuerza y la voz para que nuestro espacio vital no sea pisoteado a placer por los antidemocráticos.