Tú empezaste
Hace unos días, Jesús Silva Herzog Márquez publicó con erudición y riqueza literaria un artículo donde, en resumidas cuentas, desvela cómo el presidente López Obrador se apoderó no sólo de la conversación en nuestro país sino del mismísimo lenguaje al soltar, un día sí y el otro también, una serie de frases y dicharachos a los que ahora todo mundo recurre como agua de uso.
En el análisis del politólogo salen a relucir, los “fifís”, “la mafia del poder” y hasta el famoso “me canso ganso”, que anda en boca de todo mundo y entre los párrafos de muchas columnas como ésta.
Lejos de caer en el estupor, lo que el citado articulista propone es recuperar el lenguaje del respeto y el entendimiento y renunciar a esa palabrería que se nos ha impuesto desde la dictadura de la ocurrencia y el estereotipo desparpajado de quien gobierna este país.
Hago mío ese llamado e invito a tomarlo en cuenta y así evitar ser nosotros quienes alimentemos la incontinencia verbal del presidente, al tiempo que literalmente “nos agarra de sus puerquitos”, cual malcriado escuincle de primaria que se divierte haciéndole bullying a sus compañeros.
Pero no basta con aplicarle aquel clásico, también de primaria, “no lo pelen a ver si se va”; no, el presidente de todos los mexicanos tiene que aprender a respetarnos a todos los mexicanos, sin excepción.
Y es que de persistir en esa odiosa actitud, corre el riesgo de que alguien se le ponga al tú por tú.
Como cuando él desde la oposición le escupía en la cara a Fox ese inolvidable “cállate chachalaca”, que abofeteaba la figura presidencial representada por quien de por sí la denigraba de motu propio con su lenguaje folclórico y precaria cultura.
Algo como lo que sucede con el presidente de Estados Unidos, cuyo lenguaje y procesamiento de ideas resulta tan complejo como el de un carretonero, con perdón de quienes recogen nuestra basura todos los días.
López Obrador se enfrasca en el pleito de barrio, “al topón”, al “qué me ves”, al “soy o me parezco”, al “nos vemos a la salida”, al “uyuyuy”, al “se te va a caer tu cantón”, al donramonesco “qué pasó, qué pasó, vamos ahí”.
Y podríamos seguir con una larga lista de expresiones al estilo “te traigo finto” e institucionalizar la dialéctica cábula o instaurar la República del “soy o me parezco”, bajo el lema del “no hay tos”, “pero qué necesidad” dijera el divo de Juárez.
Es cierto que el presidente es la máxima expresión de la cultura y la virtud de un pueblo, pero también de sus vicios e ignorancia, miserias y complejos.
Hablar desenfadado no es malo, de hecho, la comunicación política exitosa es la que renuncia a la rimbombancia y echa mano del lenguaje común y en común pero evitando caer en la tentación de hacer de la cosa pública una asamblea del arrabal donde el que se impone es el más lenguaraz, cuyo mayor don es poner apodos y hacer gala de su baja ralea y su ausencia de educación y refinamiento.
Lo que más nos daba miedo era la lucha de clases pero terminó siendo de clase, descortesía y empatía.
Y no tiene la culpa el lépero sino el que lo hizo presidente y, cual víctima con síndrome de Estocolmo, termina enamorado de su bulleador, quien se alimenta de la mucha atención que le obsequia su contraparte y de la manera como ésta procesa y asume sus malos tratos.
Con todo respeto, señor presidente, “ya deje de estarle jalando el cuello al ganso”.