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Декабрь
2019

San Miguel y la cruda despuésde Zapata

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El verano pasado volví a San Miguel, el ejido donde nació mi padre y aún perduran buena parte de sus primas. Se encuentra a 10 km al sureste de Torreón y a pesar de que las calles ya se encuentran pavimentadas, como todo rancho, en San Miguel aún resisten una que otra casa con muros de adobe, una placita con estanquillos por cuyas gorditas y dulces no pasa el tiempo, la iglesia, una explanada de tierra suelta para conciertos gruperos en los que no faltan los sombreros estilo vaqueros, las botas picudas, las minifaldas, una chica travesti y otra trans, y a quienes los vecinos les siguen diciendo vestidas, pues a pesar de las antenas de televisión satelital o las recargas de celular en la única tienda de conveniencia que vende más cervezas que periódicos impresos o condones. A San Miguel no llega el activismo Lgbttti ni las correcciones políticas, con todo y que entre sus habitantes la homosexualidad es tan habitual como las carnes asadas, como las que organizaron mis tías, con el asador sobre la banqueta y un mariachi cerrando la calle. La diferencia es que en San Miguel, como en muchos contextos rurales mexicanos, tener a hombres pasivos como amantes, afeminados o trans, no son suficientes razones para que otros hombres se reconozcan como gays.

Mencioné a las primas de mi padre, pues sus primos, la mayoría, han cruzado el Río Bravo ilegalmente y ahora radican en Detroit, que además del techno, alberga una nutrida comunidad de inmigrantes provenientes de San Miguel, donde todas las masculinidades son tóxicas porque es la única forma de sobrevivir a trabajos rudos, como el campo, la maquila, los talleres mecánicos, los tráileres de doble remolque con jornadas que no dan tiempo de reflexionar sobre la fragilidad.

De algún modo, Zapata surgió de un lugar como San Miguel.

Por eso, la revuelta alrededor de su reinvención homosexualizada a cargo de Fabián Cháirez, cuyo valor radica en su anarquía gay y no tanto en su estética artesanalmente básica, reveló la magnitud real de la homofobia en este país, compuesta de términos urbanos y el nulo diálogo y visión del activismo gay actual, más allá de la consumista zona de confort. Recuerdo que mi paisano, el escritor Carlos Velázquez, respondió en alguna entrevista que cuando muchos se espantan de aquellos que nos defendemos a madrazos, olvidan reparar el contexto social en que aprendimos tal brutalidad, como los ambientes familiares y provincianos, los barrios, la hostilidad de los cines porno cuando fallaba el radar gay. Muchos tuvimos que aprender a bajar braguetas a punta de chingadazos.

Empiezo a sospechar que eso de la fragilidad masculina es un concepto gentrificado exclusivo de la autopercepción clasemediera, que se confirmó escondida en victimismo afeminado el pasado martes. Fue desquiciante ver al activista gay golpeado por un líder campesino –cuyos intereses detrás de sus robotizadas protestas vale poner en duda–, cortejado de apoyos provenientes de otros homosexuales apresurados en soltar consignas clasistas y una solidaridad frontalmente racista hacia las fracciones campesinas que exigían bajar el cuadro de Cháirez por denigrar la imagen de El Caudillo del Sur. ¿Eso es digno de alabarse? ¿No se intersecciona con la alabanza al sufrimiento católico? Ese catolicismo que también condena la sodomía al infierno. Como si el instinto de sobrevivencia también fuera algo tóxico, a lo cual renunciar en una sociedad tan comercializada, que la bandera de arcoíris tiene precio. Los campesinos de Bellas Artes eran un nicho alejado, social y económicamente, de todas las marcas gays friendly, que fuera de ponernos precio, no abonan en nada a la erradicación de la homofobia, como quedó claro, no solo con los campesinos, también con los avatares urbanos que nos desearon el fusilamiento por apoyar el cuadro de Cháirez desde nuestra sodomía.

El combate cultural que sucedió en el vestíbulo de Bellas Artes entre activistas gays y campesinos propició un acorralamiento entre dos grupos sociales abismalmente distintos, del que la única salida no racista parecían ser los chingadazos entre hombres.

Días después, el activista subiría fotos emulando, acaso inconscientemente, la portada del I get wet, el disco en el que Andrew W.K. posa con la nariz expulsando chorros de sangre sobre sus labios hinchados de moretones. ¿De verdad pensamos confrontar el costumbrismo de la fragilidad masculina mediante el sufrimiento propio? ¿Con la costumbre de poner la otra mejilla? Que al final no sirvió de nada porque la presión aumentó de tal forma que se decidió mantener el cuadro de Cháirez dentro de la exposición, pero retirarla del póster oficial que anuncia la misma, y que circulaba tanto física como digitalmente, lo cual es una especie de censura funcional. Y si nos vamos a llenar la boca de lucha contra la homofobia, estamos obligados a que no nos agarren como carnada para distractores.

 

Twitter: @distorsiongay

stereowences@hotmail.com




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