«Ver en vídeo el entierro de mi padre me dio más oxígeno que el del respirador del hospital»
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a muerte, el dolor y la soledad se ha convertido en un nexo común en multitud de hogares de España a causa del coronavirus, pero a la vez deja dramas excepcionales como el de Salva hijo, a quien la enfermedad no sólo le ha robado a su padre, sino la posibilidad de despedirlo porque permanecía ingresado cuando se produjo el entierro.
El duelo se lleva como se puede. En el caso que aquí narramos, la aflicción es reincidente, pero también el consuelo. Para ellos, llega de mano de la fe. Lo expresa con palabras Salva Torres hijo casi un mes después del fallecimiento de su padre con 85 años. Y lo demuestra en la serenidad con la que expone la vida pero, sobre todo, la partida de un pilar de su vida. Salvador, que hizo honor a su nombre hasta el final, le ha dado fuerzas: «No sé explicarlo».
Durante el aciago mes de marzo, cuando todavía era muy incipiente el virus, ambos lo contrajeron. Salva piensa que pudo ser en el trabajo y que se lo contagió posteriormente a su padre al ir a almorzar con él, pero no tiene toda la seguridad. «Los sanitarios me dicen que no me obsesione con ello», señala. Se trataba de una visita más de las que hacía habitualmente, puesto que su madre ya había fallecido. Una muerte que les dejó trastocados hace varios años al ir acompañada de otra sólo dos meses después: la de su hermano pequeño.
Salva se encargaba, por tanto, de atender a su padre junto al resto de sus hermanos. «Al ver acercarse el peligro del coronavirus y cómo afectaba a la gente mayor lo confiné en casa, pero ya era tarde. Empecé a tener síntomas y luego me ingresaron. Él estaba solo, casi sin ayuda. También comenzó a encontrarse un poco mal, pero no demasiado. Cada vez que hablábamos por teléfono siempre me preguntaba que cómo estaba yo. Un día, de repente, se cayó al suelo en casa y mi hermana no podía localizarlo. Acudió y posteriormente lo ingresaron. Duró día y medio en el hospital. Ni siquiera llegó a entrar en la UCI. Parece que no tuvo esa suerte», relata.
Cuando todo eso ocurría, Salva se encontraba sin poder moverse en su habitación del Clínico de Valencia. «No podía salir. Me llamaron para darme la noticia. Fue muy duro», recuerda.
No hubo adiós, ni abrazos, ni apenas compañía para él. Mientras, en el cementerio de Benimaclet, barrio en el que vivió su padre toda la vida, se celebró un responso íntimo por su eterno descanso -que en una situación normal seguramente habría sido multitudinario- rodeado de los familiares más directos: un hermano, su hija y sus nietas.
El dolor invadió todo, pero luego llegó una especie de calma, cuenta Salva. Y fue de la mano de un amigo, Juan José Segarra, capellán del hospital Clínico y párroco de la Santísima Cruz de Alaquàs, quien había estado presente en el responso. «Vino a verme al día siguiente, me hizo una pequeña Eucaristía, me administró el sacramento de la unción de enfermos y me dijo con mucho tacto: "Salva, tengo grabada una cosa del papá, ¿quieres verla?". Le contesté que sí. Era el vídeo del entierro. Para mí, verlo fue despedirme de él como no había podido hacerlo. Me dio más oxígeno que el del respirador del hospital. Me transmitió fuerza para seguir adelante y me hizo pensar en mi familia, en mi mujer y en mis hijas. Fue una genialidad de Juanjo y de su postura como eclesiástico hacer eso», afirma.
Justo ese día también empezó un aluvión de mensajes y de llamadas a su móvil. Dudó si contestar dado el momento, pero se lanzó a responder una. Y le insufló tanto ánimo que hizo lo mismo con todas las demás. «Se trataba de personas que me transmitían cariño por todo lo que querían a mi padre. Fue como si me nutriera por dentro. Aunque se marchó solo, lo más duro fue que en la despedida no tuviera el homenaje que se merecía», dice.
El papel de los capellanes
Un pequeño gesto que se convirtió en algo grande para Salva es, tal vez, lo que mucha gente espera estos días. Y la labor de la Iglesia resulta, para gran cantidad de personas creyentes, más necesaria si cabe. Juan José Segarra, con alegría de haberlo conseguido en el caso de su amigo, admite que todo está siendo «muy difícil». «Cuando estoy en el hospital unos días necesito tomar un poco de distancia y descansar; sin embargo, una vez en casa, vuelvo a sentir deseos de estar en el hospital», narra respecto a sus sentimientos encontrados en mitad de tanto dolor.
Lo que más le suelen pedir son los Sacramentos -sobre todo la unción de los enfermos- y, dado que los familiares no tienen la posibilidad de entrar a hacer visitas, que vaya a verlos si es posible «para que les salude y les dé una bendición, incluso cuando están sedados». «Para los católicos es muy importante la figura del sacerdote que va en nombre de la familia. Precisamente porque ellos no pueden entrar, somos enviados. Vamos como un 'enlace' o una 'conexión' con el enfermo», remarca.
Las historias más dolororsas que ha vivido surgen por la pérdida de contacto con el enfermo debido a las duras restricciones de visitas y por los fallecimientos sin despedida. Y pone como ejemplo el de una mujer, Marta, que se ha encontrado este mismo miércoles en el ascensor y se desahogaba entre lágrimas porque hacía un mes que no veía a su marido y a sus dos hijos, uno de los cuales cumple un año en mayo.
«Hay un sufrimiento psicológico y espiritual enorme. El momento final de la vida de una persona a la que amamos exige al menos poder estar presente, acompañándole, aunque sea en el silencio. Llorarle, orar por él, decirle algo al oído. En suma, despedirte. Tengo la sensación de que la muerte de una persona por este virus es como si un asesino invisible y silencioso apareciese de repente y se llevase a alguien a quien amas sin darte apenas cuenta. Queda un vacío horrible. He tenido pesadillas sobre eso», reconoce.
En este sentido, denuncia que está habiendo irregularidades en los entierros. «Muchas familias se están quejando de que algunas funerarias no les están ofreciendo o permitiendo la presencia del sacerdote para un responso que dura poco más de cinco minutos. Hemos de alzar la voz en ese punto», reclama.
También pide entendimiento desde las instituciones. «Es muy difícil encontrar incomprensión en el personal sanitario sobre la labor del capellán en el hospital. Al revés, hay mucha ayuda, simpatía y colaboración. Debemos seguir creciendo en una buena interrelación entre nuestra labor y la de los profesionales, dado que nosotros también lo somos. Es bueno tener siempre muy definidos los protocolos de acción en ésta u otra situación y que sean conocidos por todos. Los sacerdotes que atendemos la Capellanía en este tiempo de pandemia, hemos realizado el protocolo para colocarnos el EPI y estamos dispuestos a realizar este servicio a Dios y a las personas que lo solicitan, incluso a precio de poner en riesgo nuestra salud. Estamos para eso», apunta.
Juan José asegura que, de un modo u otro, siempre encuentra fe estos días: «La incertidumbre, en casos como éste, hace que nos abramos a la trascendencia, a algo que supera nuestra limitación, frustración y pequeñez ante nuestra contingencia y fragilidad. El ser humano no tiene resuelto el hecho de que la que la muerte forma parte de la vida humana, por eso la ponemos a un lado, la arrinconamos. Seguimos viendo información sobre números y gráficas de fallecidos sin nombre, esperando que las de mañana sean menores que las de hoy. Pero detrás de cada número hay un nombre, una familia que sufre, un ser querido que, literalmente, ha desaparecido».
Una biografía extensa
Y un ejemplo de todo ello es, precisamente, el de Salvador Torres. Si se le piden a su hijo datos de su vida, posiblemente no daría de sí ni su memoria ni un artículo de periódico por inabarcables. Gerente de joyería, fue Maestro del Gremio de Joyeros. «Si en algo destacó fue en humanidad. Se preocupaba por sus alumnos, no sólo para que aprendieran, sino que les ayudaba a labrar su futuro. Pensaba mucho en ellos», elogia Salva hijo.
Vinculado hasta el final con el mundo vicentino, fue vicepresidente del Altar del Tossal, en el que realizó piezas y medallas, al igual que para muchas cofradías. Gran aficionado del Levante, los festejos parece que eran lo suyo y también ocupó el cargo de presidente de la comisión de la falla Barón de San Petrillo.
A su trayectoria profesional habría que añadir su faceta de héroe. Y no se trata de una manera hiperbólica de hablar. Salvador Torres ostenta el título de héroe de la conocida como «Quinta del Barro», que actuó en la riada de Valencia de 1957. Fue uno de los 3.000 militares -realmente se acababa de incorporar hacía un mes a la mili- que extrajo miles de toneladas de fango que cubrían la ciudad y trabajó sin descanso desbloqueando el alcantarillado, construyendo puentes o reparando caminos. «Había cuerpos de criaturas entre el barro, personas atadas para que no se las llevara la riada, lágrimas, gritos y silencio, gente a la que sacamos con cuerdas... horrible», rememoraba en una entrevista en Las Provincias.
Su faceta de servicio la incluyó hacia su familia y hacia su entorno, destaca su hijo: «Estaba constantemente preocupado por nuestro futuro. La gente que lo conocía decía que era de sonrisa fácil, afable y entrañable, además de una persona muy culta e inteligente».
«No hemos podido hacerle un homenaje como se merecía. Los medios de comunicación en esto nos podéis ayudar», se despide Salva, agradecido, de la conversación. Sirvan estas pobres líneas para ello.