Dolor e incertidumbre en la nave que acoge a refugiados ucranianos en la frontera de Polonia
Hacía ya un mes que el hijo de Tatiana Kovalenko venía insistiendo en casa en que la situación en Ucrania se estaba complicando, que era buena idea salir del país, o al menos de Kiev. Pero Tatiana no se lo tomaba en serio. El mismo día de la invasión rusa, el pasado jueves, su hermana Elena la llamó por teléfono desde casa, alarmada por ruidos que parecían de aviones de combate. "No te preocupes, vete a dormir", le contestó, aún adormecida.
Tres días después, en un centro comercial reconvertido en hospedaje temporal de refugiados tras el paso de Korczowa, en la frontera de Polonia con Ucrania, Tatiana aún no acaba de sacudirse la incredulidad. "Pero si yo viví en Moscú", recuerda, incapaz de comprender cómo ha acabado la relación entre dos países tan próximos en una invasión militar.
La precaria situación de la familia de Tatiana les permitió cruzar la frontera en un plazo relativamente corto, habida cuenta de la desbandada. Su madre, Valentina, que ahora la aguijonea por detrás mientras habla para que no diga cosas negativas de Ucrania, va en silla de ruedas, y esto les permitió adelantar puestos en la cola. "Mi madre es mi salvoconducto", bromea.
Antes, sin embargo, habían tenido que caminar 20 kilómetros porque el taxi en el que llegaron desde Kiev (que les costó 650 euros, al cambio) no podía adelantar a la serpiente de coches que esperaban. Además, Elena tenía pendiente una intervención por el cáncer que padece. "Quizás la puedan operar en Alemania", especula. Luego reflexiona sobre los "azares de la vida", por en referencia a que esta experiencia de huida le ha servido para entender mejor a su marido, refugiado turco. Su hijo, de 27 años, se ha quedado atrás para combatir.
Cientos de miles de personas siguen huyendo de Ucrania en busca de seguridad. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) calcula que medio millón de personas han salido a los países vecinos desde el 24 de febrero. Un total de 281.000 han cruzado a Polonia, el país que más llegadas ha registrado hasta ahora, según Acnur.
En este almacén de venta al por mayor, en el que todavía no dio tiempo a retirar algunas bañeras y azulejos de baño en exposición, se acumulan los camastros. Hay cientos de refugiados, en un enjambre creciente. Algunos dormitan, otros deambulan confundidos. Militares y voluntarios reparten sopa y vituallas en un puesto que pudo haber sido un local comercial, mientras en la entrada hay autobuses y particulares que se ofrecen a trasladar a los recién llegados a otros puntos del país, incluso más allá.
Hay también muchos niños a los que es preciso mantener entretenidos. Anna Sus, de 35 años, ayuda a Jana con sus tres pequeños. Por su aspecto juvenil, Jana podría ser una hermana de Anna, incluso su hija, pero es la segunda mujer de su exmarido. Anna suelta una carcajada al explicar la situación familiar. Dice que, aunque no se llevaban tan bien, este es un caso de fuerza mayor.
Acto seguido se queda muda, se le desencaja el rostro, traga saliva, intenta evitar que se le salgan las lágrimas. Consigue recomponerse. Recuerda a su padre y a su hermano, que se han quedado en Ucrania. "No sabemos qué pasa, pero lo que dice la televisión es terrible".
Asegura que el futuro inmediato pasa por encontrar trabajo. Ella se dedicaba a la consultoría financiera. "Quizás en Varsovia", dice sin mucho convencimiento.
En estos primeros días tras la invasión, los polacos parecen estar volcándose en ayudar a los ucranianos. Llena de energía, Magda Eroblewska avanza por el edificio cargada con termos. Viene desde Kielce, a 250 kilómetros. "Me llevo a cuantos pueda y necesiten, como si tenemos que meter a siete en el coche", dice. "¿Quieres vino caliente? En Polonia hace frío", dice.
Se muestra dispuesta a hacer, dice, "lo que haga falta" para ayudar. Opina que Putin "está loco" y confía en que "alguien acabe con esta situación, porque es patológica".
Otros refugiados también piensan en algunos de los más vulnerables, como la familia compuesta por Aliya, de 33 años, Oleg, de 29 y el pequeño Daniel, de tan solo dos. "Me temo que los gobiernos se olviden de la gente con necesidades médicas. Los diabéticos no pueden pasar un día sin insulina, ¿cómo van a sobrevivir?", se pregunta él.
"La gente que está en el frente es muy valiente. Rezamos por ellos y sus familias, pero hay toda esa otra gente que necesita ayuda. Si no la reciben, puede haber más víctimas que las provocadas por la propia guerra", dice, apenas recuperado de dos días de marcha a pie para recorrer 25 kilómetros, cargados con el equipaje, el niño y el carrito.
“Nos íbamos a mudar a Leópolis ya antes de que empezase todo esto. En un día, todo se rompió", lamenta. "No pensamos que pudiese pasar algo así. Prefiero no pensar mucho en ello. No sé qué decir, intento mantener la cabeza fría, aunque siento muchas emociones. Estamos cansados”.