Los golpes de Estado posmodernos ya no los dan los espadones, sean de alta gorra de plato al estilo chileno o de tricornio esperpéntico como Tejero. El asalto a la democracia se disfraza ahora de movimiento de masas y se reviste con el empaque épico de toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno. La desestabilización y el ataque a la convivencia surgen desde dentro y siempre siguen el mismo método: primero el cuestionamiento del sistema a través de una denuncia hiperbólica de sus rasgos más imperfectos, después la invención de enemigos y la creación de un clima artificial de desapego, y por último el aliento de un malestar ciudadano que sirva de chispa para prender el incendio. El manual de Malaparte en versión contemporánea exige un final a la medida de los tiempos: el estallido de un supuesto motín del pueblo. Da igual que se trate de Brasil, Perú, El Salvador, Cataluña, Estados Unidos o cualquier sitio donde haya arraigado y crecido la semilla del populismo. Cuando se polariza la sociedad mediante el estímulo de instintos banderizos, se cuestiona el mecanismo electoral, se deslegitima el ordenamiento jurídico y se vacían de contenido las instituciones para ponerlas al servicio del Ejecutivo, el golpe está servido. Lo perderá la tolerancia, el juego limpio, el acuerdo como modo pacífico de resolución de conflictos, y lo ganarán la radicalidad, la intemperancia y el aventurerismo. Toynbee tenía razón, aunque en el ámbito académico ya no esté demasiado bien visto: las civilizaciones mueren por suicidio. El peligro para las democracias proviene del talante pasivo con que están permitiendo la banalización deliberada de su prestigio. Nada de esto parece comprensible para las élites españolas, enfrascadas en un proceso de desgaste autodestructivo. La forma en que nuestra dirigencia pública ha convertido la ¿sedición? brasileña en instrumento arrojadizo demuestra su desoladora incapacidad de análisis crítico, especialmente manifiesta en una izquierda con manifiesto déficit cognitivo para verse retratada en el espejo inverso de su propio sectarismo. Aquí no hay otro objetivo que la demonización del adversario, la misma hostilidad exaltada que provoca la quiebra civil de los regímenes americanos y amenaza a los europeos con un inquietante efecto de contagio. El problema es que uno de los dos grandes partidos sistémicos se ha sumado a la dinámica rupturista de sus aliados y a un deterioro institucional (y constitucional) que acabará de una u otra manera en colapso. Las reglas y usos democráticos no se defienden solos. Necesitan una amplia base política de apoyo, un consenso primordial de respeto al otro. En España, ese mínimo, imprescindible espacio de entendimiento mutuo se ha roto bajo el impacto de una oleada de encono. Y existe en la cúpula del poder una responsabilidad concreta en la quiebra de ese compromiso histórico.
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