Excepcionalmente común
Yolanda evade los charcos de agua turbia, camina hostiles callejones en busca de algo que le permita recordar y olvidar al mismo tiempo. Busca algo de luz y armonía en lugares apagados por el prejuicio, entre gentes que extraviaron el último recuerdo de cuando fueron libres e incorrectamente felices. Yolanda es el personaje absolutamente principal de La mujer salvaje, el más reciente estreno del cine cubano, y habría que advertirlo desde el principio: la película no solo habla de marginalidad, violencia, machismo y barrios vulnerables, todo eso está en el fondo, es contexto, ambiente, largo y tortuoso camino a través del cual se abre paso Yolanda, trepando muros, y abriendo puertas que le cierran en la cara.
El director debutante Alán González y la guionista Nurielys Duarte (ambos coescribieron la historia), en franca colaboración con la actriz Lola Amores (aquí el crítico debe vencer la tentación de mencionarla entre los principales creadores de esta película, aunque muchos consideren disparatado colocar a una actriz en semejante rango) nos hablan con sutileza sobre un barrio, parecido a otros cien barrios a lo largo y ancho de Cuba; nos hablan de una mujer que va al rescate de su hijo, mientras sacude la cabeza, se levanta, se aparta de obediencias, y se lanza, con una jaba colgada en cada brazo, a un itinerario marcado por amargos descansos y confusiones perversas.
El debut del joven actor Jean Marcos Fraga Piedra, en el papel del hijo de Yolanda.
De modo que la película se convierte en auténtica joya, de singular resplandor, en la tradición cinematográfica cubana donde abundan mujeres protagonistas empeñadas en multiplicar panes y peces en medio de terrenos baldíos: recuerdo, por ejemplo, las maestras en De cierta manera (1974, Sara Gómez), Hello Hemingway (1991, Fernando Pérez) y Conducta (2014, Ernesto Daranas), solo que Yolanda vive lejísimo de toda misión educativa o civilizatoria. Ella solo necesita vivir con su hijo, y para ello debe romper un cerco férreo de los prejuicios derivados en condenas sumarias. A lo largo de su recorrido, Yolanda expresará, tácitamente al menos, su cansancio respecto a los dedos índices acusándola, y apelará al conocido adagio relativo a que «quien esté libre que lance la primera piedra», cuando se levantan las voces de varias mujeres como ella pidiendo que la cuelguen en una cruz, y la separen de lo que ama, todo por un momento de placer convertido en tragedia por un macho posesivo y violento.
Y es que para los creadores y creadoras de esta película es cardinal el valor de la insumisión, la renuncia a victimizarse, y es por eso que Yolanda hace malabares con el fuego de la culpa y la frustración, de modo que la narrativa se aparta gradualmente del melodrama clásico, hasta que el sonido se inunda con Como cualquiera, una balada cortavenas engastada en el estilo más sufridor y grandilocuente de Annia Linares y Lourdes Torres. Y así Alan reconoce la herencia indiscutible del melodrama nacional, aunque se aparte de su esencia conservadora en tanto vincula en uno solo los dos personajes canónicos del melodrama, es decir, la madre y la mujer de la vida, pero en esencia defiende tácitamente el derecho a besar y ser besado, tocado, amado, aunque solo sea por un instante. En esta dicotomía radica uno de los grandes valores narrativos y temáticos de La mujer salvaje: en la negación de los autores a presentar el placer y la libertad erótica bajo la sombra del pecado o de la sordidez, junto con el indudable empeño de reconocer el anhelo inmanente de redención y altura espiritual de una mujer de apariencia vulgar y salvaje, concupiscente y errática.
A diferencia de una buena parte de nuestro cine sobre «el otro» y «lo otro», incluida Fresa y chocolate, que siempre adopta el punto de vista del normal, el aceptado, el que fluye con lo correcto y lo establecido, Lorenzo Casadio (egresado en fotografía de la Escuela Internacional de Cine y TV, de San Antonio de los Baños, y compañero de aula del director), coloca el lente a la misma altura que Yolanda, a la altura de sus ojos, en el lugar de su mirada, detrás de sus pasos, a corta distancia, con una complicidad que ayuda a conferirle legitimidad a todo lo contado, particularmente al personaje principal, una mujer que intenta, en un esfuerzo conmovedor, dejar atrás todo lo que siempre se va con ella, y esa sensación de angustia y de suspenso la comunica elocuentemente la fotografía, ayudada por el montaje de Joanna Montero y el sonido de Angie Hernández.
Actuación especial de Jorge Perugorría, en la película La mujer salvaje.
Es cierto que a lo largo del frágil tejido dramático hay cambios tonales tal vez demasiado bruscos, y tampoco faltan ciertos finales o principios de escena donde el espectador se puede sentir perdido en medio de la dilatada errancia de Yolanda. Ambos problemas quizá se deban a las complicaciones del rodaje, en medio de la epidemia, y los puntos muertos hubieran sido llenados de sentido dramático con mayor preparación y detenimiento, pero esa sería otra película, una que se hubiera construido pensando más en una narrativa genérica, espectacular y atractiva que a la manera del cine imperfecto y contemporáneo que Alan y sus colaboradores asumieron a plenitud.
La mujer salvaje es como una ventana bellamente abierta sobre un paisaje pobre, un trozo de espejo convertido en una obra de arte hecha de alas y naufragios, de aversiones y milagros, una película cubana, al fin, tan lejana de la diatriba como de la complacencia, al margen de los anatemas y los cataclismos. Por eso se dice que inaugura nuevos caminos para el cine cubano. Por eso ha sido noticia de primera plana, en su recorrido internacional, a lo largo de los últimos seis meses.