Museos famosos
Acabo de volver de París, he tenido la suerte de poder visitar la exposición recién inaugurada que conmemora los 150 años del movimiento Impresionista y me he quedado anonadada por el volumen de turismo que se aprecia ahora en una ciudad que siempre fue turística -uno de los destinos más deseados del mundo-, pero que ahora es apabullante.
He estado muchas veces en París desde mi primera visita, en 1972, y he podido apreciar la evolución del turismo en la ciudad (no estoy hablando de Disneylandia); también he podido compararla con otras capitales o destinos de los más solicitados, y no exagero al decir que moverse por zonas como el Louvre, el Musée d’Orsay, Trocadéro o los grandes bulevares empieza a ser tan angustioso como acudir a un macroconcierto de una de las grandes estrellas del rock.
Llegas a un museo famoso y las hordas lo han tomado todo. Soy consciente de que no es políticamente correcto eso de “hordas”, pero ¿cómo llamar a las masas de personas que no tienen otro interés que fotografiar con el móvil todos los cuadros de la exposición? Dos veces, además. Una, el cuadro. Otra, el clásico selfie con el cuadro. Es decir, se pone uno de espaldas a la obra que, supuestamente, es lo que le ha movido a pagar la entrada del museo, y se fotografía sonriendo. Luego, sin mirarla más, porque ya la tiene guardada en el móvil, uno continúa al siguiente cuadro y se repite lo mismo. Si cada persona necesita dos minutos (siendo rápida) para cada lienzo, se pueden ustedes imaginar lo que cuesta no ya apreciar, sino atravesar una sala llena de gente.
¿Por qué, de repente, hay tantísimas personas que consideran que tienen que ir a ciertos museos a ver ciertas obras? Digo “ver” con toda intención, ya que no van a admirar, ni a contemplar, ni a dejarse emocionar por la obra. De hecho, ni siquiera van a verlas, sino a fotografiarse con ellas.
Me parece magnífico que haya interés por los museos, que los visitantes estén incluso dispuestos a hacer largas colas para poder entrar, pero no entiendo que el interés se limite a amontonarse frente a algunas obras para fotografiarlas, cuando la Red está llena de reproducciones de esa misma obra y se pueden ver en cualquier momento.
Yo entiendo el escalofrío de placer cuando te enfrentas con un Monet que no conocías, con un Van Gogh que normalmente está en una colección inaccesible, con un Sisley que ni siquiera te sonaba, con un Morisot que no venía en los libros. Ese escalofrío solo se da al natural, en el museo, a ser posible rodeado de pocas personas silenciosas que están tan fascinadas como tú. Pero ese estremecimiento es frágil. Es fácil ahuyentarlo cuando te dan empujones por todas partes, cuando hay niños de todas las edades corriendo entre los adultos, o pidiendo cosas en voz chillona, cuando la gente se te planta delante de la obra que estabas contemplando, le saca una foto -desde el mismo centro, claro, aunque allí haya otra persona- y se va a codazos al siguiente cuadro.
Yo, que no soy en absoluto dada a las prohibiciones, pensé en esos momentos que los móviles deberían estar prohibidos en los museos. El que quiera recordar algo que tome notas, que haga un bosquejo, que se compre una postal en la tienda del museo, que esfuerce su memoria como se hacía en tiempos pasados. Esas personas de gatillo fácil ¿de verdad van a admirar en sus casas lo que no se han molestado en contemplar cuando estaban delante de la obra original?
Recuerdo que el 1 de enero vi en la prensa una foto que mostraba toda la avenida de los Campos Elíseos llena de gente que, móvil en mano, grababa enteros los fuegos artificiales de Nochevieja. ¿Alguien se pone a mirar después, en algún momento del futuro, los fuegos artificiales que, lógicamente, están destinados a ser efímeros, más bellos precisamente porque lo son?
Nuestra sociedad se está volviendo loca.
Lo queremos todo y lo queremos poseer, guardar, quedárnoslo, hasta cuando se trata de algo que está destinado a ser disfrutado una única vez. Eso ya no nos gusta. Una vez no es ninguna.
El mundo se ha llenado de gente que va a los sitios para decir que ha estado allí, para hacerles fotos, subirlas a una red y esperar a que lluevan los likes que es lo que de verdad les da ese escalofrío del que yo hablaba antes. La mayor parte de ellos no leen los carteles con las explicaciones, no cogen la audioguía, no llevan ningún libro ni cuaderno. Muchos comentan o se preguntan en voz alta cuánto valdrá este cuadro, reduciendo el valor de una obra de arte al dinero que alguien está dispuesto a pagar, y yo me pregunto por qué están allí, qué les aporta la visita.
Todo se publicita diciendo que se trata de una “experiencia” y la gente acude en masa a “vivir una experiencia”, aunque luego resulte que se trata de pasar unas horas en un lugar enorme, atestado de visitantes, acabar agotado y con el móvil lleno de fotos que nunca vas a volver a mirar.
Hace muchos años, una conocida mayor que yo, muy amante de la fotografía, me comentó, hablando de álbumes y de cajas de diapositivas, que, después de tanto tiempo tomando fotos de catedrales, paisajes, edificios y cualquier monumento que le saliera al paso en sus viajes, se había dado cuenta de que, cuando vuelves a mirar fotos antiguas, lo único que te interesa son las personas. Miras la foto de la que tan orgullosa quedaste -el claustro gótico, el faro frente al mar- y te das cuenta de que hay mil fotos más de ese mismo claustro, faro, catedral, en libros y folletos y, ahora, en internet. Lo que te importa, y te enternece, es ver a tu familia, o a ti misma hace veinte años, a tus hijos tan pequeños, a tus padres tan jóvenes, la moda que se llevaba, los cafés y la gente sentada en ellos.
¿Qué van a hacer con sus cientos de fotos de cuadros todos los que pululaban por el Museo d’Orsay? Borrarlas al cabo de un tiempo, supongo. Y para eso nos fastidiaron la “experiencia” a los que de verdad habíamos ido a disfrutar de esos mismos cuadros solo con nuestros ojos, nuestro corazón y nuestro cerebro.
Quizá sea una posición muy elitista por mi parte, pero de verdad no comprendo cómo hemos llegado a esta situación y me preocupa el futuro que nos espera.