¿Quién mató la democracia peruana?, por Daniel Encinas
“El pasado es un prólogo”
William Shakespeare
A estas alturas, debería quedar claro que la democracia en Perú ha sido seriamente dañada y existe un proceso en curso que afecta los derechos y libertades de la ciudadanía. No solo continúan los intentos por comprometer las elecciones libres y limpias. También se alistan otras bravuconas como controlar las ONG y dejar impunes los delitos de lesa humanidad previos a 2002.
Por contraste, algo tormentosamente confuso es quién, en última instancia, es responsable de estos abusos. La pregunta genera una desorientación casi total, tanto en el país como en el extranjero. No importa si el objetivo es hacer un diagnóstico más preciso o hacer rodar la cabeza del supuesto tirano. No parece haber una respuesta satisfactoria.
Frente a tal estado de confusión, conviene recordar que no todo drama necesita un villano visiblemente reconocible. Es el caso del panorama político en el Perú. Nadie califica realmente como dictador, tirano o líder autoritario. Repito: nadie.
No es que Dina Boluarte, a quien se llama dictadora muchas veces, me genere algún aprecio en particular. No pretendo disminuir sus responsabilidades políticas y posiblemente penales en el descalabro nacional. Pero no hay análisis que soporte sobredimensionar a una presidenta crecientemente impopular, silenciosa y subordinada al Poder Legislativo. Y algo similar podemos decir de esos personajes tan aborrecidos como anónimos a los que llamamos congresistas. Ninguno de ellos, por sí solo, es suficientemente poderoso para atribuirse el liderazgo de nuestro alejamiento de parámetros mínimamente democráticos.
Propongo, entonces, sincerar nuestro patético retrato como país. La democracia ha sido socavada por una coalición de miniaturas políticas, una alianza de personajes individualmente insignificantes que ha logrado subyugarnos sin que podamos hacerle una oposición efectiva hasta el momento.
El origen de estas miniaturas políticas no es una novedad. Casi no necesitamos repetir el diagnóstico. Desde hace mucho que sufrimos de un serio déficit de representación democrática, porque no existen vehículos partidarios o de otro tipo que canalicen adecuadamente las demandas de la población.
Lo verdaderamente intrigante es cómo se ha forjado una coalición mínimamente coherente entre estas criaturas belicosas e interesadas que tenemos como autoridades. Hasta hace poco no dejaban de chocar permanentemente en esa danza caótica de enfrentamientos entre Gobierno y Congreso que inició en 2016. Por contraste, hoy cooperan sin vacancias ni disoluciones.
Brevemente, quiero sugerir aquí que esta coalición es el resultado del matrimonio desafortunado entre la discriminación y el patrimonialismo. O, para decirlo sin tanta solemnidad académica, entre el desprecio y la pendejada.
Por un lado, la discriminación contra los sectores más excluidos del país ha jugado un papel clave en la formación de la coalición. Es imposible olvidar el desprecio de las élites capitalinas hacia la candidatura de Pedro Castillo y lo que representaba simbólicamente desde la segunda vuelta electoral en 2021. Pero el irresponsable discurso golpista con el que él salió estrepitosamente del poder y terminó en la cárcel llevaron a que muchos de sus detractores finalmente hicieran cortocircuito.
No pudieron ni quisieron entender las subsecuentes movilizaciones sociales y las interpretaron, más bien, como el levantamiento de un histórico enemigo interno. Desde una visión elitista de la identidad nacional, no encontraron a una ciudadanía que protestaba, sino a una otredad peligrosa que supuestamente es responsable de todos los problemas del país y su atraso. Ese otro, en consecuencia, que merece ser disciplinado (a la fuerza de ser necesario). Y así lo hicieron.
Entre fines de 2022 y principios de 2023, entonces, nació el núcleo de la coalición de miniaturas políticas. Me refiero a la alianza entre los sectores más reaccionarios del Congreso y la vicepresidenta Boluarte que, sedienta de poder, inauguró su administración demostrando a sus antiguos enemigos políticos —a punta de la brutalidad de la fuerza y sus discursos— que podía ser una capataz inescrupulosa. Este núcleo selló un “pacto del desprecio” con las fuerzas del orden dispuestas a reprimir y una parte importante del establishment, lo que le permitió atrincherarse al poder en contra del sentido común, las encuestas y la calle que pedían la sensatez de convocar a nuevas elecciones.
Pero sostener a esta coalición de miniaturas política e incluso ampliarla a otros sectores del Congreso, incluyendo a izquierdistas que apoyaban a Castillo, ha requerido del otro componente: el patrimonialismo (o la pendejada). Este “pacto de la destrucción” no es, simplemente, corrupto. Va más allá. Por supuesto que permite la permanencia en el poder de Boluarte pese a diversos escándalos. También hace posible la presunta corrupción y las fechorías que vemos en diversas denuncias contra los congresistas. Sin embargo, tiene como rasgo primordial la demolición de instituciones que, como abordan en detalle otros autores, beneficia a intereses ilegales e informales de la economía que parecen tener agentes en el Parlamento. En la actualidad, el rechazo de izquierda a derecha a los “caviares” no es otra cosa que el rechazo a aquellos que estorban a estos intereses.
Entonces, aquello que permite el surgimiento y mantenimiento de la coalición de miniaturas políticas son elementos de larga data como el desprecio y el patrimonialismo, aunque actualizados a los discursos y necesidades del presente. Una situación donde la muerte de la democracia no significa su reemplazo por un autoritarismo institucionalizado, sino por una extraña combinación de abusos hacia la ciudadanía (materializados en represión, impunidad y leyes abusivas) y el retroceso institucional a favor de oscuros intereses en la sociedad. Al menos, hasta el momento, persiste más aquello que he denominado en otro lado como un “caos autoritario”.