¿Felicidad instantánea?
La gratificación fugaz de las pantallas es un caramelo tecnológico, una promesa de satisfacción a nuestros deseos, una rifa de felicidad sin esfuerzo ni consecuencias. De este modo se teje una cultura que permea cada aspecto de nuestras vidas.
El Yellow Day, celebrado cada 20 de junio, es conocido como el día más feliz del año, la excusa perfecta para cuestionar nuestros propios estándares y reflexionar sobre cómo la hiperconectividad, el exceso de datos e información afecta nuestra placidez.
La jornada se asocia al color amarillo, símbolo del optimismo y la diversión. La elección de la fecha se basa en una fórmula matemática que considera factores como el clima agradable, la cercanía de las vacaciones y la socialización.
El Yellow Day promueve la felicidad a través de la conexión con la naturaleza y la socialización, aspectos que podrían considerarse parte de una vida virtuosa y razonada, en consonancia con el pensamiento aristotélico, platónico y socrático.
La corriente generada por estos filósofos tiene como trasfondo el hallazgo y provocación de la felicidad como un estado de florecimiento humano a través de la virtud, el control de nuestros deseos, la armonía interna y la riqueza de la experiencia humana.
Sin embargo, la transición hacia la era de la información ha acelerado nuestra sed de respuestas rápidas con un flujo interminable de datos.
Con un clic saciamos las ansias de entretenimiento, comida y reconocimiento social. No obstante, el festín de satisfacciones rápidas deja el paladar insípido y un vacío existencial que ahoga la capacidad de un disfrute auténtico y sostenido.
La trampa de la inmediatez conduce a un punto donde la espera se percibe eterna, y el esfuerzo, innecesario. La ciencia advierte que cuanto más valoramos la gratificación instantánea, más propensos somos a distraernos de metas a largo plazo, verdaderas forjadoras del éxito.
El sicólogo Sigmund Freud denominó este fenómeno «principio del placer», donde la búsqueda de sentirnos bien rápidamente domina nuestras decisiones. Cuando el placer se desvanece, nos encontramos en un ciclo interminable de búsqueda de la siguiente dosis, e ignoramos recompensas más significativas y sustanciales, pero que requieren tiempo y dedicación.
Paradójicamente, al conectarnos en las redes podemos incurrir en desconcentrarnos de nosotros mismos, comparando nuestros estilos de vida, formas de vestir, parejas, familias, trabajo y logros con el reflejo de una instantánea de otro sujeto, conocido o no, y olvidamos que solo muestran un momento en la vida de esa persona; incluso puede estar construido para evocar una emoción o ser solo marketing.
El torrente de datos en nuestras pantallas tiene el potencial de desviar la atención de lo que realmente puede ser significativo, y amenazar su alcance.
La ansiedad y el estrés que acompañan a las comparaciones en pantalla tienen base en la presión de medirnos contra patrones a menudo irreales, y la constante exposición a los éxitos de otros nos conduce a cuestionar el valor propio.
La gratificación instantánea no es inherentemente mala, sino más bien una respuesta natural a nuestro entorno. Sin embargo, cuando se convierte en la norma, corremos el riesgo de socavar nuestra capacidad para perseguir objetivos significativos y desarrollar la resiliencia necesaria para enfrentar los desafíos de la vida.
Aunque no existe un camino marcado para ser feliz, mientras persigamos un alivio temporal rebobinaremos sobre nuestros pasos una y otra vez, y resucitaremos malestares emocionales, dado que es la gratificación diferida la que construye los cimientos de una felicidad más profunda y duradera.
Por tanto, nunca pierda de vista que la felicidad no es un lugar al que llegar, y tampoco se aferre a la idea de que la ausencia de llanto o dolor son anuncio de su presencia. Abrácela como la capacidad de encontrar un remanso en lo ordinario, en lo transitorio y lo fugaz, como la vida misma.