"Las negras no valéis para nada más que follar": los estereotipos racistas y machistas con los que me acosaron
Era un domingo por la tarde y fuera llovía con fuerza. Abrí la app de citas. Él, blanco, atractivo y aparentemente interesado en conocerme. Yo, joven, ingenua y entusiasmada porque nuestros perfiles hubieran hecho match. Parecía interesante, aunque no contaba mucho en su biografía. Después de hablar unos días de manera intermitente, la conversación pasó al WhatsApp y la cosa se empezó a poner turbia. Comenzó a insistir en lo mucho que yo le excitaba y en cómo estaba deseando que nos viéramos para tener relaciones sexuales, llevando todas las conversaciones a un campo erótico-sexual que no me hacía sentir para nada cómoda. Todo llevaba a lo mucho que yo le ponía y las ganas que tenía de “probar una chica como yo”.
A pesar de que lo ignoraba, la intensidad solo aumentaba a niveles cada vez más desagradables. Me enviaba mensajes de manera persistente, fotografías e incluso amenazas que aludían a lo que podía pasar si no le respondía. “Te estoy viendo en línea, morena”. “¿Qué pasa, que vas a pasar de mi?”. “Sé donde vives, no te hagas la loca y contéstame de una puta vez”. “Si es que las negras no valéis para nada más que follar”.
Al principio parecía que había entendido mi silencio e iba a dejar de insistir, pero entonces dejó de sexualizarme y sus mensajes se llenaron de un odio que nunca llegaré a comprender. “Eres un mono de mierda”. “¿Quién te crees que te va a querer follar con esa cara?”. “No vales para nada. Vas a contestarme porque yo lo digo. No me cansaré de llamarte”. “Te voy a joder la vida negra de mierda”.
No me quedaba claro si su problema era el rechazo, si pensaba que podía utilizar sus imágenes para hacerle algún mal o si simplemente era gilipollas. Tras estos mensajes no tardé en bloquearle de todos lados. Sin embargo, continuó llamándome con número privado hasta que, después de unas semanas, se fueron espaciando en el tiempo y finalmente se cansó.
Esto me ocurrió hace unos nueve años y desgraciadamente sólo es una anécdota más que añadir al saco; aunque quizá sea una de las más impactantes ahora que lo estoy reviviendo para escribir este artículo. No lo denuncié, no lo conté ni a mi círculo más cercano y tampoco supe identificar entonces que esto me ocurría por ser mujer y por ser negra. Que llevaba desde la preadolescencia (o desde la niñez, si me apuras) sufriendo los efectos de este racismo sexista -o machismo racista- al que hoy puedo conceptualizar como misogynoir. Que estas dos partes de mi identidad convergían en una doble opresión que jamás iba a poder ser desdoblada.
En su día les valía para excusar la violencia, el abuso y las violaciones que acompañaban a la esclavización de nuestras ancestras. No pasaba nada porque no éramos consideradas humanas, sino animales. Hoy, la misma lógica perpetúa que la mujeres negras sigamos marginadas en el último escalón de la pirámide y que nuestros cuerpos padezcan todo tipo de violencias a diario; incluidos los micromachismos y los microrracismos.
Esta experiencia no es única ni individual. Muchas mujeres, sobre todo las racializadas, enfrentan constantemente el peso de estereotipos que nos reducen a objetos sexuales, siempre disponibles y complacientes. La narrativa de que somos “más fogosas o mejores en la cama” no es un cumplido; es una herramienta de deshumanización que nos niega nuestra complejidad, diversidad y dignidad como mujeres.
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