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Июль
2024

En democracia no hay derecho a la ignorancia

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Thomas Jefferson lo dijo sin rodeos: “La nación que quiere ser ignorante y libre en un estado de civilización, quiere lo que nunca ha sido y nunca será”. La razón es sencilla: en ese régimen de libertad que llamamos democracia (que solo lleva un parpadeo de 200 años en la historia de una humanidad de más de 315.000, y que, aún hoy, disfrutan solo una minoría de los habitantes del planeta), la opinión pública, demoscópicamente medida o expresada en las urnas, tiene un peso decisivo en el rumbo político de la sociedad; un peso mayor que en cualquier otro sistema político.

Eso le confiere a la condición de ciudadano, más que un elenco de derechos, una enorme cuota de responsabilidad. Ningún otro sistema político hace una apuesta tan alta por la capacidad de discernimiento de las personas. Más que hinchas, rebaños o audiencias, la democracia presupone la existencia de ciudadanos, es decir, individuos que, en palabras de Robert Dahl, tienen una “comprensión ilustrada” de los asuntos públicos, que los habilita para su “participación efectiva” en la discusión de estos.

Por eso, aunque la exaltación del valor de la libertad de expresión difícilmente puede exagerarse, entraña un peligro: olvidar lo hueca que es cuando se ejerce desde la ignorancia. En palabras de Arendt: “La libertad de opinión es una farsa a menos que se garantice la información factual”.

De modo que, aun teniendo cédula de identidad y figurando en un padrón electoral, la persona desprovista de un conocimiento básico sobre los asuntos públicos está inhabilitada para ejercer su ciudadanía. Puede hacerlo, el ordenamiento jurídico se lo garantiza, pero si su ignorancia es compartida por una cantidad significativa de conciudadanos, las consecuencias de sus decisiones serán tan inintencionadas como desastrosas.

La gente “sabe lo que hace”, reconoció Foucault, “también suele saber por qué hace lo que hace, pero lo que no sabe es qué consecuencias tiene lo que hace”, incluido lo que hace en una urna electoral, añadiría yo. Como bien dijo Kennedy, “en democracia, la ignorancia de un votante nos pone a todos en peligro”.

Vivir en libertad, entonces, tiene un requisito: una cantidad suficiente de conciudadanos con acceso a información y con capacidad para comprenderla. Si bien arrastramos tradiciones culturales y religiosas que recomiendan y hasta prescriben la ignorancia, y censuran el exceso de curiosidad y advierten contra el demonio fáustico del anhelo de conocimiento, la democracia es la más bella de las hijas de la Ilustración, cuyo lema, por el contrario, es el “atrévete a saber” kantiano.

Por eso es tan engañosa la oposición absoluta entre aristocracia y democracia, como si la igualdad política democrática implicara igualar todos los órdenes de la vida y suprimir jerarquías, méritos, distinciones y estándares. Y en pocos ámbitos ese falso igualitarismo es tan peligroso como en el del pensamiento. Como ya en 1980 Asimov anticipó: “El antiintelectualismo es el culto a la ignorancia; una constante en nuestra historia política y cultural, promovida por la falsa idea de que la democracia consiste en que ‘mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento’”.

Hoy, como nunca antes, la ignorancia y, aún peor, la creencia de que en democracia existe una especie de derecho a que se me respete mi ignorancia es un problema grave. Lo es, porque está tensando dos enormes brechas. Primero, la que hay entre la formidable capacidad tecnológica de la que hoy disponemos para dar difusión a nuestros pensamientos, y la pobre educación y poca conciencia con que contamos para utilizar esas tecnologías inteligente y responsablemente. Segundo, la brecha que hay entre la creciente complejidad de los asuntos públicos y lo escasos que son nuestros recursos de tiempo y de formación para informarnos sobre ellos y comprenderlos.

Para peores, Cuanto más complejos se han vuelto los asuntos públicos, más básico y primitivo se ha vuelto el discurso político. No en vano para Daniel Innerarity la principal amenaza de la democracia hoy no es ni la corrupción ni la ineficiencia, sino la simplicidad. Mientras las administraciones públicas deben ser eficaces en entornos de elevada complejidad, las narrativas simplificadas saturan el debate político.

En ese contexto, no es de extrañar que la investigación de la ignorancia cada vez esté despertando más interés. Por ejemplo, la agnotología estudia la ignorancia culturalmente inducida y la desinformación se ha convertido en la mayor preocupación de nuestro tiempo. Aunque las causas de la ignorancia son muchas, permítanme concentrarme en las tres que hoy me parecen más relevantes: la socioeconómica, la tecnológica y la identitaria.

Las personas a las que las horas del día y sus energías se les van procurándose el sustento, no tienen tiempo ni de participar ni de informarse sobre los asuntos públicos. Ya en el siglo XIX Stuart Mill lo advirtió: “Sin salarios dignos y alfabetización universal, ningún gobierno de opinión pública es posible”.

No es coincidencia que la Elementary Education Act de 1870, que hacía obligatoria la escolarización de los niños, se aprobara inmediatamente después de la ampliación del derecho al sufragio. Conforme aumenta la desigualdad de ingresos, la deserción escolar, el desempleo y la precariedad e informalidad laboral, cada vez más personas sufren lo que Miranda Fricker denominó “injusticia epistémica hermenéutica”: carecen, incluso, de las categorías conceptuales adecuadas para darle sentido y comprender la violencia de la que son víctimas, la cual, entonces, acaban naturalizando.

La mujer de 50 años que murió de un cáncer de mama tratable, no murió “porque le tocaba”. Algo debe haber incidido la mala alimentación y escasa actividad física asociadas a su condición socioeconómica, junto con los largos meses de espera para poder hacerse una mamografía y tener cita con un especialista en la seguridad social. Que ella y su familia puedan interpretarlo así y no como un designio del destino, es fundamental.

La segunda causa de ignorancia es tecnológica y obedece a las transformaciones del ecosistema mediático, la virtual eliminación de sus filtros y la multiplicación sin precedentes de fuentes de información. Robert Proctor, profesor de Historia de la Ciencia en la Universidad de Stanford, quien acuñó el término agnotología, afirma que vivimos en “la edad de oro de la ignorancia”. No como en el pasado, debido a que circulaba poca información, sino, paradójicamente, a su abundancia y sobrecarga. Es lo que The Handbook of Political Economy of Communications de la Universidad de Oxford llamó “censura de mercado”, la ignorancia producida por una avalancha de material redundante, falso y banal, que ahoga la información veraz y relevante.

Por último, si distinguimos entre lo que sabemos que no sabemos, lo que no sabemos que no sabemos y lo que no sabemos que sabemos, aflora la causa identitaria de la ignorancia: lo que no queremos saber sobre nosotros mismos, lo que Lacan llamó la ignorancia como pasión, al ver que sus pacientes, aunque acudían a él porque querían comprender su sufrimiento, hacían todo lo posible para evitar reconocer el motivo de este.

Linda Martín Alcoff, epistemóloga feminista, lo apreció en los votantes de Trump: “Esta ignorancia va mucho más allá de la falta de conocimiento. No es solo que la gente no tenga los datos. Es que su falta de datos es fruto de un esfuerzo concertado, una decisión consciente”. Para mantener determinadas posturas, hay que evitar ciertas noticias o fuentes de noticias, es necesario no acercarse a ciertas áreas del saber ni escuchar ciertos testimonios. Sutilmente, enseñamos al ojo a no ver. Más que carencia de conocimiento, es resistencia activa a conocer.

Como la ignorancia facilita la dominación, históricamente no ha habido un incentivo para que las élites promuevan el conocimiento de las masas, pues eso debilitaba su control. Pero, como dice Peter Burke, catedrático de Historia Cultural de la Universidad de Cambridge, “la ignorancia de la gente de a pie tiene un gran valor para los regímenes autoritarios, pero es una fuente de problemas en las democracias”. Lo que la ola populista está poniendo en evidencia es que, llevada la ignorancia a los extremos actuales, crea las condiciones óptimas para que cualquier patán “se robe el mandado” y coseche el fruto maduro de la ignorancia popular, destruya los frágiles equilibrios de la convivencia democrática e incluso empiece a actuar contra las élites.

Si los políticos no quieren que los líderes populistas, “burros de Troya” de la democracia, como les dice una política española, los conviertan en los responsables de todos los males, podrían empezar por no caricaturizar a sus adversarios, reconocer sus coincidencias, no mentirle a la gente y tratar a los ciudadanos como a adultos.

Si lo medios no quieren vérselas con represores de la libertad de expresión elevados a autoridades públicas, podrían empezar por reducir las banalidades de su dieta informativa y dejar de alimentar la fama de tanto estúpido que nada valioso aporta a la sociedad. Si los grandes empresarios no quieren acabar siendo expropiados por orates demagogos, podrían empezar por procurar que las grandes mayorías no se dediquen solo a trabajar, sino que también disfruten de tiempo libre y acceso a los bienes culturales y expresiones artísticas.

Conocimiento y libertad son inescindibles y, en democracia, deben ser disfrutados, en un grado mínimo al menos, por un porcentaje mayoritario de la población. Sin esa ecuación, no hay democracia; puede haber formas democráticas, pero son solo eso, formas sin sustancia, un cascarón vacío listo para ser aplastado por la bota del autoritarismo.

tavoroman@gmail.com

El autor es abogado.




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