El momento culminante del episodio que vamos a contarles se produjo en estrecho callejón que une la calle Mayor y la Plaza Mayor. Un pequeño pasadizo de únicamente 30 metros de largo en el que se vivió el enfrentamiento más encarnizado aquel 7 de julio de 1822 en el que España tambaleó. En un bando, la Guardia Real de Fernando VII , que se levantó contra el régimen constitucional del Trienio Liberal que se había instaurado dos años antes. Su objetivo era que el país regresara a la monarquía absoluta, pero en el otro lado se resistió la Milicia Nacional, con los vecinos armados por el Ayuntamiento y, sobre todo, un cuerpo de élite creado 'ex profeso' al mando del coronel Evaristo San Miguel. Su nombre, el Batallón Sagrado, que ya hace tiempo cayó en el olvido. Así lo recordaba la revista 'Blanco y Negro' el 8 de julio de 1899: «Los batallones de la Guardia Real, no muy conformes con la constitución, ansiaban la vuelta del régimen absoluto animados por la camarilla palaciega y por el propio Fernando VII, que era entonces el primer conspirador de España. Varios atropellos realizados contra el pueblo por los granaderos de dicha guardia dieron a entender claramente sus intenciones, selladas con sangre cuando se produjo el asesinato de Mamerto Landaburu el 30 de junio de 1822. Pocos días después, dos batallones se declararon en abierta sublevación, marchando con armas al Real Sitio del Pardo, de donde volvieron la noche del 6 de julio con ánimo de acuchillar a la milicia y proclamar al rey absoluto». Es probable que ni se haya dado cuenta, pero en el estrecho callejón de la Plaza Mayor hay una placa que reza: «A los héroes del 7 de julio de 1822». Durante muchas décadas el pasadizo se llamó calle de la Amargura, en honor a los presos condenados a muerte que debían atravesarlo cuando eran conducidos, desde la cárcel situada en la plaza de la Villa, hasta el cadalso. Sin embargo, la batalla citada fue tan sorprendente que, diez años después, fue rebautizada en su honor. El Rey de España, efectivamente, alentó a su Guardia Real para que se levantara contra la constitución de 1812 que había sido reinstaurada en 1820. Su descontento quedó reflejado en una carta que le envió a uno de sus hombres de confianza, el diplomático y antiguo alcalde de Madrid, Antonio Vargas Laguna, en diciembre de 1821. En ella, Fernando VII describía una coyuntura política trágica, aseguraba que la Familia Real corría peligro y le pedía: «Házselo saber a los soberanos extranjeros para que vengan a sacarme de la esclavitud en que me hallo y a liberarme del peligro que me amenaza». En aquel momento, lo cierto es que el partido moderado y muchos ciudadanos se encontraban hastiados de la permanente crispación de las masas en los últimos meses, a consecuencia de lo cual se estaban posicionando a favor de una reforma de la mencionada constitución hacia principios más conservadores. El proyecto fue encargado a Francisco Martínez de la Rosa, que había sido elegido jefe del Gobierno en febrero de 1822. Sin embargo, se trataba de una cortina de humo, pues Fernando VII ya había puesto en marcha su conspiración. El plan –que preveía un golpe de Estado no solo en la capital, sino también en diferentes puntos de España– fue concebido por el círculo más cercano del Rey, pero era conocido igualmente por los representantes de las potencias de la Santa Alianza que se había formado tras la famosa batalla de Waterloo en 1815. Además, el embajador francés, el conde de La Garde, mantuvo en mayo una conversación con el monarca en la que le animó a seguir el ejemplo del golpe del 18 brumario, cuyo triunfo permitió a Napoleón derrocar el régimen político del Directorio. Fernando VII, por lo tanto, había tomado la decisión un par de meses antes y fue el responsable de paralizar la reforma conservadora encargada a Martínez de la Rosa, con el fin de poner en marcha el golpe de Estado. Se produjeron una serie de sublevaciones aisladas en Andalucía, Valencia y Murcia, hasta que el 30 de junio todo estalló por los aires, justo en el momento en el que el Monarca regresaba de cerrar la legislatura en las Cortes. Los primeros enfrentamientos entre los partidarios del 'rey constitucional' y del 'rey absoluto' en las calles de Madrid produjeron los primeros heridos y el asesinó de Landaburu por parte de la Guardia Real. «Dícese que [los soldados] fueron provocados con insultos y pedradas, pero lo cierto es que muchos de ellos salieron de la formación y emprendieron a cuchilladas y a bayonetazos con sus agresores», recogieron las actas secretas de la Diputación Permanente. El Gobierno ordenó entonces el acuartelamiento de la Guardia Real y de la Milicia, para que no se produjera una escala de la violencia, pero no lo consiguió. Poco después se difundió la noticia de que el primer cuerpo, favorable a Fernando VII, iba a ser disuelto, por lo que cuatro de sus batallones abandonaron la ciudad conducidos para reunirse a la afueras de la capital. Al día siguiente, decidieron volver a Madrid en ayuda de los otros dos batallones que habían permanecido en el Palacio del Pardo. En respuesta, se ordenó a la Milicia que se movilizara de nuevo y se ordenaba al general Carlos Espinosa que desde Castilla La Vieja marchase sobre Madrid con sus milicianos, que se enfrentaban en Castilla la Nueva, Cuenca, Sigüenza, Aragón y Córdoba a los diferentes levantamientos contra el orden constitucional. Al llegar a la capital actuó como capitán de la Milicia Nacional y se encargó de defender la casa de la Panadería en la plaza Mayor, que por aquel entonces era la sede del Ayuntamiento. El 3 de julio, Fernando VII se reunió en el Palacio con una delegación de sublevados. Estaba convencido de que el golpe de Estado podía triunfar y creó una junta con miembros destacados del Ejército y algunos líderes políticos absolutistas, pero el Consejo de Ministros no la aceptó, pues tenía ya conocimiento de las intenciones del monarca. Los acontecimientos se precipitaban a una velocidad de vértigo. El día 5, quitándose la máscara por completo, el Rey desautorizó la movilización de las fuerzas de Espinosa, a quien los ministros habían ordenado que cargaran contra los golpistas. Al día siguiente, la Guardia Real decidió actuar decididamente cerrando el Palacio Real con el Gobierno dentro. En la madrugada del 7 de julio, los batallones de la Guardia Real decidieron abandonar el Palacio e ir con todo a la guerra. Se dirigieron a la Plaza Mayor, donde se encontraban las unidades de la Milicia Nacional al mando de Espinosa, y el denominado Batallón Sagrado, una unidad que acababa de formarse, comandada por el general Evaristo San Miguel, que tuvo un gran peso durante la batalla y después. Sin embargo, el jefe principal de toda esta amalgama de tropas era el general Francisco Ballesteros. Para completarla y acabar de una vez por todas con el golpe, el Ayuntamiento entregó armas a los vecinos de Madrid que se presentaron como voluntarios para defender la constitución. Cuenta Mesonero Romanos en 'El antiguo Madrid' que «la Milicia Nacional resultó vencedora en el callejón del Infierno y en las calles de Boteros y de la Amargura, que llevaron después por algún tiempo los nombres del Siete de Julio, del Triunfo y de la Milicia Nacional». Cuenta también el periodista que tras la victoria, la Plaza Mayor fue rebautizada como la de la Constitución, pero que el 23 de mayo de 1823, la placa «fue arrancada con estrépito a la entrada del duque de Angulema y del Ejército francés [de los Cien Mil Hijos de San Luis, que restauraron la monarquía absolutista de Fernando VII]». En uno de sus 'Episodios nacionales', titulado precisamente '7 de julio' y publicado en 1876, Benito Pérez Galdós describía la calle de la Amargura como «una especie de intestino, negro y oscuro». Así contaba el escritor canario el último enfrentamiento: «Rugiente y feroz se lanzó el comandante de cazadores. Estos cargaban como los infantes españoles de los grandes tiempos antiguos y modernos, con brío y desenfado, cual si hicieran la cosa más natural. La falange de papel destrozó a los caballeros invencibles de corazón de hierro [Guardia Real], que se desconcertaron no solo por el empuje de los milicianos, sino por la sorpresa de verse tan bizarramente acometidos. Ni remotamente lo esperaban. Unos cuantos volvieron la espalda y la columna acabó de desorganizarse. ¡A correr! Se vio caer bastante gente de una y otra parte, y la derrota de los guardias era evidente en el paso de Boteros, porque alentados los milicianos, cayeron sobre ellos enfurecidos, y con el furor de los unos crecía el desánimo de los otros. Corrieron, acuchillados sin piedad, por la calle Mayor, en dirección de la Puerta del Sol». El diario 'El Universal' aseguraba: «¡Dignísimos compañeros de armas! Vencisteis, según lo previsto, en el más furioso ataque que el horrible despotismo ha osado dar a nuestra libertad en la capital de la monarquía». En 1899, 'Blanco y Negro' resumía así aquella victoria contra los golpistas de Fernando VII: «La jornada del 7 de julio de 1822 es famosa en los anales políticos de España, no por la duración de la lucha ni por la sangre que en ella se vertiera, aunque muy sensible por ser toda sangre de hermanos, sino por la naturaleza de la conspiración, por el heroísmo con que fue rechazada y por la templanza y sensatez con que se condujeron en aquellos momentos los vencedores». La capitulación fue pactada en la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor, donde los cuatro batallones de la Guardia Real entregaron finalmente las armas. Según contó Antonio Aguilera Muñoz en 'El viaje de Silvestre Rodríguez y otros relatos madrileños de un gato' (Letrame, 2021), el episodio se saldó con tres milicianos muertos y 40 heridos, por 14 muertos de la Guardia Real. No hay noticia de sus heridos. «Fue un triunfo memorable de la legalidad y la justicia. Los bisoños milicianos, al derrotar a los aguerridos y veteranos granaderos de la Guardia Real, ni se embriagaron con la victoria ni osaron atacar al Rey, cuya doblez e hipocresía jamás se puso de manifiesto tanto como aquel 7 de julio de 1822», añadía 'Blanco y Negro' a finales de aquel convulso siglo XIX. A pesar de haber vencido, el 7 de julio el partido constitucional recibió una nota de todos los representantes de las cortes europeas en el que se hacía responsable al Gobierno de la integridad de Fernando VII. A raíz de ello, el Ejecutivo dimitió y fue nombrado presidente el coronel al mando del Batallón Sagrado: Evaristo San Miguel. Los absolutistas recurrieron a la invasión extranjera, que se hizo efectiva con la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823… y la monarquía absoluta fue restaurada.