Siempre quiso ser impresor. La tinta corría por sus venas por la destreza de uno de sus tíos y de su hermano Arturo entre el tintero y la estampación. Buen alicantino, barraquer y herculano, dice, repartió piezas mecánicas y eléctricas para vehículos a motor por talleres de Alicante. Su sueño se cumplió tal vez por las cosas del destino: el padre de la mujer de su vida era impresor. Y ahí acabó dos anualidades después de la boda. Ahí sigue. En su barrio, en Carolinas. Su taller ha resistido como pocas imprentas la contienda en la era digital entre artesanos de oficio de tinta y papel y máquinas armadas de cierta inteligencia, aunque de poca precisión y escasa calidad. También soportó su negocio los graves efectos sociales que causó la pandemia por el maldito virus covid-19. Volvió a empezar.