Una historia de familia
Dice el arquitecto Luis Bay Sevilla, en sus Viejas costumbres cubanas, que el primer Herrera que llegó a la Isla fue el cuarto Marqués de Villalta, y casó aquí, en 1722, con una muchacha de la familia de los futuros condes de Casa Bayona. Un hijo de ese matrimonio contrajo nupcias a su vez con la sobrina del primer Conde de Casa Jaruco. Un fruto de esa unión, Gonzalo Herrera y Beltrán de Santa Cruz, fue, por Real Despacho de 10 de mayo de 1816, el primer Conde de Fernandina.
Nacido en 1761, don Gonzalo fue —dice María Teresa Cornide en su imprescindible De La Havana, de siglos y de familias (2008)— Gentilhombre de Cámara de Su Majestad, Caballero de la Orden de Carlos III y de la Flor de Lis de La Vendée, de Francia, Regidor Perpetuo del Ayuntamiento habanero y Diputado electo por la Florida en las Cortes de Cádiz. Precisa la aludida investigadora que el personaje disfrutó de alto prestigio y estimación social, fue fundador y director de la Sociedad Económica de Amigos del País. Casó en 1786 con su prima hermana, María Josefa Herrera y Zayas Bazán (1766-1840), hija del quinto Marqués de Villalta.
Falleció en 1818, dos años después de recibir el Condado, que pasó a manos de su hijo, José María Herrera y Herrera (1785-1864), quien no demoraría en merecer, en 1819, la Grandeza de España. Fue Senador Vitalicio y Prócer del Reino este segundo Conde de Fernandina; también Gentilhombre de Cámara de Su Majestad y Caballero de las Órdenes de Carlos III e Isabel la Católica. De su matrimonio con María Teresa Garro nació, en 1829, el tercer Conde de Fernandina, nombrado asimismo José María, como su padre, y al igual que este Grande de España, Gentilhombre de Cámara, etcétera… casado en 1857 con una de las mujeres más hermosas de su época, María Serafina Montalvo, más conocida como Serafina Fernandina.
Fue el segundo conde un gran protector de las ciencias y de la artes, conocedor y coleccionista de pinturas, y por su caudal e influencia política local —escribe Cornide— fue considerado por el Gobierno colonial en la relación de los 39 vecinos, entre los cuales debía escoger el Gobernador a los 18 electores de los Diputados a Cortes, en 1836, y en la cual ocupó el quinto lugar. Además, fungió como Juez Comisario del Tribunal Mixto de Justicia establecido en virtud del tratado con los ingleses para la supresión del tráfico de esclavos.
Había acumulado la familia una gran fortuna. Poseía un extenso latifundio en Vuelta Abajo, y en Matanzas una finca cañera de 110 caballerías, donde se hallaba emplazado el ingenio Santa Teresa, también de su propiedad. Poseía además el ingenio Guarro, cerca de Bauta, y la casa marcada con el número 1316 (moderno) de la Calzada del Cerro, construida por el segundo conde y que por sus detalles de composición marcadamente italianos hacía recordar a los especialistas las grandes villas de Palladio. El vasto portal, las finas balaustradas y el jardín con estatuas y bancos de mármol tallados en un solo bloque la convertían en una de las más bellas mansiones de la barriada y anticipaban lo que podría apreciarse en su interior.
Fortuna incalculable
Una de las mejores colecciones de arte de la Cuba colonial, acopiada por el segundo conde y engrandecida por su hijo, estaba en esta residencia, símbolo del refinamiento social de la oligarquía criolla. La conformaban óleos de Goya, Lorraine y Murillo, una alegoría de Rubens sobre una plancha de bronce, el famoso cuadro de La Perricholi, la amante de Amat, virrey español del Perú, pintado por el peruano Luis Montero, y varios lienzos del mexicano Páez, entre ellos uno de sus célebres Cristo.
Entre sus piezas se contaban además objetos provenientes de viejas dinastías imperiales chinas; gobelinos y abusones legítimos, costosísimas alfombras persas, finas porcelanas de Sevres, jarrones etruscos… El oro y el marfil estaban satos en la mansión de los Fernandina. La plata que en ella existía, tanto en cubiertos como en objetos de vajilla, podía rivalizar con lo mejor del mundo, y sus monumentales bandejas y juegos de té de plata martillada procedían de las más acreditadas casas inglesas y francesas. Muy valioso era asimismo el mobiliario de Boullé, confeccionado por los mejores fabricantes franceses, y las vajillas de los tres condes provocaban la admiración y la envidia de sus invitados. La del primer conde con escudo grande en el centro; la del segundo con armas más pequeñas, al centro también, y corona y manto de duque, atributos de la Grandeza de España; y la del tercero con una G gótica bajo corona ducal en el borde.
Hoy es difícil llegar a conocer con precisión todo lo que los Fernandina acumularon y perdieron. Los inventarios judiciales que se levantaron cuando los tribunales incautaron sus bienes recogen muchos cuadros sin señalar sus autores, y estatuas, cristales y muebles sin describirlos.
El tercer conde contrajo deudas cuantiosas y lo que fue suyo pasó a manos de Pedro Lacoste, rico terrateniente de las zonas de Holguín, Gibara, Colón y La Habana, que era su principal acreedor. Aun así, Lacoste le concedió tres años de gracia para que recuperara el palacio del Cerro. No pudo hacerlo. Con la fortuna en manos de apoderados, le resultó imposible al tercer conde sobrevivir a negocios desafortunados ni a la crisis por la que atravesó el azúcar en su tiempo, mientras que a su esposa le daba por competir en trapos, gangarrías y lentejuelas con la emperatriz Eugenia, y Napoleón III se arrojaba a sus pies, babeante de amor.
Hacia 1890, la familia fue a residir en otro palacete célebre, sito en la Calzada del Cerro, esquina a Santa Teresa, propiedad de Teresa Herrera y Cárdenas, prima hermana de la Condesa de Fernandina.
Telón lento
En esa casa se celebró una de las grandes fiestas de La Habana colonial, aquella que los Fernandina ofrecieron en honor de la infanta Eulalia de Borbón, hermana de Alfonso XII, en mayo de 1893, y en la que los condes, aunque ya muy venidos a menos, tiraron la casa por la ventana y sacaron a relucir no pocas de las muy valiosas piezas —verdaderas reliquias— que lograron salvar del naufragio económico. La suntuosa recepción, al decir de viejos cronistas, fue comparable con el soberbio baile de trajes auspiciado 30 años antes por el capitán general Francisco Serrano, Duque de la Torre, y su esposa, la trinitaria Conchita Borrell, Condesa de San Antonio, en el palacio de la Plaza de Armas, y el baile que se celebró en honor del príncipe Alejo, hijo del zar de Rusia, a bordo del buque de guerra Gerona, en la rada habanera.
Años después, diría la infanta Eulalia: «La fiesta que en mi honor dieron en su palacio los condes de Fernandina me impresionó vivamente, por su elegancia, su distinción y su señorío, todo bastante más refinado que en la sociedad madrileña de la época… La Habana es una ciudad rica, espléndida, galante, hecha al derroche, a la suntuosidad y al lujo, a las elegancias europeas y al señorío criollo. La Habana me hizo un recibimiento cálido, afectuoso y simpático, sin severidad formularia, pero lleno de emoción, como son los cubanos».
Para ella, una mujer como la tercera condesa de Fernandina era capaz de reinar en cualquier salón, por exclusivo que fuera.
Julián del Casal no era remiso a elogiar su belleza en 1888, y a su muerte, Álvaro de la Iglesia le celebraba el talento y las virtudes, y la veía como «el principal ornamento, no ya de nuestra pequeña sociedad colonial, sino de los grandes salones europeos».
El tercer conde falleció en 1916. No queda claro la fecha exacta de la muerte de la condesa, nacida en 1835. En 1924 abandonaron los Fernandina el palacete de Cerro y Santa Teresa, donde se emplazó la clínica de las Católicas Cubanas y después el hospital pediátrico del Cerro. La casona de Calzada del Cerro 1316 fue sede de la clínica de la Asociación Cubana de Beneficencia. Hoy es una ruina.