Editorial: La venta del jaguar
Normalmente, las personas tienden a reaccionar enardecidas cuando experimentan injusticias, frustraciones y desesperación. Algunos ejemplos de situaciones capaces de indignarlas pueden ser la desigualdad social, la corrupción gubernamental, la violencia, la represión y hasta las crisis económicas prolongadas. Los grupos indignados suelen manifestarse mediante protestas, manifestaciones públicas y, en casos extremos, mediante disturbios.
Recientemente, el presidente de la República manifestó que esperará a ver la reacción del pueblo en caso de declararse inconstitucional la llamada “ley jaguar”, porque prevé una respuesta enardecida. La declaración invita a formular varias preguntas: ¿pidió el pueblo la ‘ley jaguar? ¿No fue más bien el mismo presidente? ¿Reaccionará la gente enardecida por algo que la mayoría no conoce en detalle? ¿Es la aprobación de la ley una preocupación urgente de las familias?
El panorama de esas familias no es hoy mejor que hace un par de años. La inseguridad sigue en ascenso, la economía se desacelera, el desempleo comienza a aumentar y el endeudamiento asfixia a muchos hogares. La llamada ‘ley jaguar’ no viene a atender ninguna de esas situaciones y tampoco resuelve los problemas que sí desesperan a los ciudadanos, como las listas de espera en la Caja Costarricense de Seguro Social, para mencionar solo uno de los más apremiantes.
Las consecuencias de aprobar esa ley han sido señaladas en reiteradas ocasiones por diversos sectores y, también, por expertos internacionales. Entre ellos destacan constitucionalistas, académicos, los mismos analistas que dieron origen al término “economía jaguar”, miembros de los supremos poderes y hasta algún participante de la comisión establecida para redactar la ley. ¿Por qué insistir en retroceder medio siglo en materia de control del gasto y lucha contra la corrupción? ¿No era esa lucha una de las promesas de campaña?
Es cierto que algunos procedimientos de fiscalización de la gestión pública podrían hacerse más expeditos y sensibles a las necesidades del desarrollo, pero ese no sería el resultado del proyecto. Al reducir las competencias de la Contraloría General de la República, dejaría abierta la puerta para los actos de corrupción, la mala gestión y menos transparencia en el uso de los recursos públicos.
Cuando la gente no cree en nada, es capaz de creer en cualquier cosa. Ese ha sido el punto de partida de la estrategia del Ejecutivo en los últimos dos años en relación con una parte de la ciudadanía. Atacar la credibilidad de los medios, de los supremos poderes, de la institucionalidad, de los maestros, de los empresarios, de los partidos políticos y hasta de miembros del propio gabinete, quienes, cuando fueron presentados a la población, se les calificó de lo mejor de los mejores.
El populismo se ha caracterizado siempre por atraer a las masas con promesas a corto plazo, frecuentemente sin considerar las implicaciones económicas a largo plazo. Esta es una preocupación creciente en la actualidad. La falta de una hoja de ruta clara y de medidas a favor del bienestar a mediano y largo plazo podrían tener un impacto duradero en la economía nacional y, también, sobre la convivencia democrática.
Dos años han transcurrido y muchas promesas están quedando en el olvido. No hay un despertar de la economía, el costo de vida no bajó, la corrupción sigue presente, la educación se debilita y nadie encara las verdaderas preocupaciones de la ciudadanía, sino las creadas más o menos artificialmente por el Ejecutivo. Hoy tenemos un país más fragmentado al cual se le quiere vender la idea de ser un jaguar. En esas realidades podrían germinar las semillas de un enardecimiento que ningún costarricense quisiera ver. En lugar de incitarlo, urge actuar para prevenirlo.