Espejo
El domingo pasado hubo elecciones en Venezuela. La oposición tenía cuesta arriba su participación. Las instancias electorales están controladas por el mismo gobierno, que además impidió la participación de la candidata de unidad de esa oposición. En México, algo similar ocurrió en 1988, después de la contrarreforma electoral de 1986, promovida por Manuel Bartlett, y el resultado fue el mismo: no se contaron los votos, sino que el gobierno anunció, sin pruebas, un resultado a su favor.
Hay varias diferencias con ese caso. La líder de la oposición venezolana, María Corina Machado, no sólo logró unificarla y guiarla a la victoria, sino que contó con el apoyo de Edmundo González, que fungió como “candidato sustituto”. Más aún, Machado organizó con tiempo un sistema de recolección de actas de casilla, que le ha permitido contar con 80 por ciento de ellas y demostrar su amplísimo triunfo. Eso no lo tuvo Cárdenas en México en 1988, en parte por el asesinato, días antes de la elección, de su experto Xavier Ovando.
Aunque en 1988 hubo cierta presión internacional, México estaba en un proceso de liberalización totalmente incomparable con lo que ocurre hoy en Venezuela, que se ha movido en sentido contrario. Tal vez por eso, frente a esos comicios, México aceleró su paso a la democracia (que todavía debió esperar casi una década), mientras que Venezuela parece dirigirse a una dictadura sin adjetivos.
No debe menospreciarse lo que logró la oposición encabezada por Machado. Ha demostrado, con toda claridad, que dos de cada tres venezolanos ya no quieren a Maduro en el gobierno. De aquí en adelante, la ficción de un gobierno popular, pero no de “democracia burguesa”, es insostenible. A partir de esta semana, Maduro es un dictador, como decíamos, sin adjetivo alguno que lo modere.
Sin embargo, es posible que Maduro logre sobrevivir políticamente. Tiene la fuerza de los narcomilitares que controlan Venezuela y el apoyo de otras dictaduras (Cuba, Nicaragua, Rusia, Irán) y regímenes autoritarios (China, Hungría, Honduras). Pero son los países con sistemas híbridos, es decir, democracias que se están deteriorando, los que realmente le están permitiendo quedarse en el poder: México, Brasil y Colombia. Tal vez exagero al incluir a Brasil en ese grupo, pero el declive democrático en México y Colombia no tiene duda, especialmente aquí.
La ausencia (o negativa a votar) de estos tres países impidió la condena de la OEA a lo ocurrido en Venezuela. Y es lo que evita que haya una posición hemisférica suficientemente fuerte para forzar la salida de Maduro y buscar soluciones negociadas. Así, aunque Estados Unidos haya criticado duramente lo ocurrido, es difícil que escale sus acciones, porque daría excusas a los autoritarismos asiáticos para intervenir en sus propios vecindarios: Rusia en Ucrania, China en Taiwán.
Si bien usaba como referencia lo ocurrido en 1988 en México, es probable que las nuevas generaciones tengan pronto un ejemplo más cercano. Una de las reformas propuestas por López Obrador, que se haría realidad con la sobrerrepresentación que buscan alcanzar, implica la desaparición del INE, el control directo de las elecciones y la anulación del TEPJF, vía la reforma al Poder Judicial. En cuestión electoral, regresaríamos a 1986 o a Venezuela 2024. Si a eso le sumamos la desaparición del Inai y el IFT, que llevarán consigo el fin de la libre prensa y la militarización definitiva de la vida pública, ya anunciada por Sheinbaum, las diferencias con la Venezuela actual, al menos institucionalmente, serán muy pocas.
Por eso había que ganar la elección, pero los partidos en México no tuvieron la capacidad de la oposición venezolana para juntar las actas, y los mexicanos no han sufrido la miseria que Venezuela ya vivió. La burbuja de ingresos, que pronto se pagará, convenció a millones de no arriesgarse a un cambio. Salvo un milagro, la ruta ya está clara.