Ha pasado una semana desde que los venezolanos ejercieron su voto y, aunque comienza a haber mayor movimiento, las calles siguen despobladas. El ente electoral aún no ha publicado las actas de votación y los ciudadanos permanecen en vilo. La vida diaria todavía no retoma su normalidad. Muchos negocios permanecen cerrados, y los que han abierto reciben poca afluencia de clientes. Además de terminar temprano la jornada laboral. Uno de los principales problemas para el comercio es el transporte público, que desaparece después de las seis de la tarde e impide que los empleados puedan regresar a sus hogares. Por eso a muchos se les imposibilita asistir. En las zonas céntricas de Caracas circulan algunos autobuses a precios asequibles, pero hay una población masiva que reside en las enormes barriadas y que no consigue ofertas de traslado. O al menos no baratas. En algunos suburbios, los colectivos —las fuerzas parapoliciales armadas por el chavismo— aún mantienen, mediante amenazas, toques de queda para impedir las protestas. «Hay quienes se aprovechan de esta situación para cobrar precios absurdos», comenta Alberto Díaz, quien regenta un restaurante en el CCCT, un importante centro comercial de la capital venezolana. Según Díaz, a sus empleados les resulta más rentable no ir a trabajar. Prefieren que les descuenten un día laboral a tener que gastarse todo el sueldo en desplazamiento. Díaz paga a sus empleados diez dólares diarios y un mototaxi cobra ocho solo por subir o bajar el cerro de Petare. Y a ese monto habría que sumar el traslado dentro de la ciudad. En Venezuela, el sueldo mínimo es de 3,5 dólares y la empresa privada debe pagar un bono mensual de 40 dólares, pero que no se registra como parte del salario y no cuenta para las prestaciones sociales. Sin embargo, nadie trabaja por esos precios. En promedio, un trabajador privado r ecibe 300 dólares a fin de mes. «Yo tengo la disposición; apoyo esto y no quiero que estos tipos sigan en el poder, pero tengo que seguir trabajando», expresa Díaz. Sin embargo, sin empleados, no puede abrir su local. «El día de la manifestación vinieron tres de ocho empleados, así que no pude abrir al público», lamenta el comerciante, todavía sin capacidad operativa. «Y se fueron a las dos de la tarde. Si hoy tampoco vienen los cocineros me tendré que poner en la cocina yo». «Lo paradójico de todo esto es que el casero no nos pone el alquiler en pausa, el contador de luz tampoco se detiene y los gastos continúan». En el centro comercial, las franquicias de comida rápida han lanzado sus mejores ofertas, pero es insuficiente para atraer a los clientes y los estacionamientos en los que costaba encontrar puestos ahora se ven despejados. La caída drástica de la afluencia también tiene que ver con las oficinas que funcionan en la parte empresarial del edificio y que esta semana también han estado inoperativas. La situación no es muy distinta para Ignacio Hernández, cuyo negocio es la venta de productos electrónicos. «La semana de las elecciones, las ventas comenzaron a bajar mucho, al menos en este rubro», comenta. «Porque la gente destina sus recursos a lo primordial, que es la comida, pero eso ha sucedido en todas las elecciones». Es un hábito que muchos venezolanos han desarrollado en las últimas décadas; cuando se acercan fechas trascendentales, las familias intentan llenar las neveras y los tanques de gasolina, en previsión de cualquier contingencia. «Esto es inaguantable, los gastos siguen corriendo y hay que pagar las nóminas e impuestos», manifiesta el comerciante, quien considera que la transición ya no está en manos del pueblo la transición sino de las estrategias que puedan tener los líderes junto con otros aliados internacionales. Hernández desde hace mucho tiempo ofrece a sus empleados transporte privado para que los lleve a sus casas. «Por las mañanas no suele haber problema, así que cada uno llega por sus medios, pero por las noches, un pequeño autobús los va dejando a todos cerca de sus hogares». Un gasto que vale la pena para intentar volver a la normalidad.