El último quiosco de horchata y agua de cebada en Madrid: 80 años de historia y cuatro generaciones de artesanos
El bisnieto de Francisco Guilabert y Francisca Segura, fundadores del negocio, regenta actualmente este aguaducho de la calle Narváez, que lleva en funcionamiento desde 1944 y se ha convertido en todo un emblema de la ciudad
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Pocos negocios de la capital pueden presumir de llevar más de ocho décadas ofreciendo el mismo producto a sus clientes. José Manuel, que regenta el aguaducho de la calle Narváez, puede alardear de ello. Representa la cuarta generación de una familia de horchateros que llegó desde Crevillente, en la provincia de Alicante, a Madrid allá por 1910. Ahora, 114 años después, su bisnieto lleva con orgullo el negocio que tanto esfuerzo les costó levantar y que ha refrescado los veranos de miles de madrileños.
Francisco Guilabert y Francisca Segura, los bisabuelos de José Manuel, llegaron a la capital en busca de oportunidades y trabajo a principios del siglo pasado y encontraron en el agua de Madrid la razón para quedarse. “El agua que tenemos aquí es muy buena, no tiene cal como en otros sitios de España y eso hace que la horchata tenga un sabor especial”, explica José Manuel. La familia Guilabert Segura descubrió que si sumaban su maestría horchatera con una buena materia prima y un agua de calidad podían convertir sus elaboraciones en las bebidas de moda en la capital.
Montaron su primer quiosco o aguaducho, nombre con el que se conocían antiguamente este tipo de establecimientos en los que se servían aguas de sabores. En una humilde caseta de madera pintada de color blanco y con los adornos típicos de la época, levantaron su negocio horchatero, en el que además de servir esta bebida típica valenciana, también elaboraban una bebida casi extinta en la capital: el agua de cebada.
Se establecieron por primera vez en la calle Cedaceros, esquina a la calle Arlabán, en pleno centro de la ciudad. Allí estuvieron varios años hasta que los abuelos de José Manuel, María y Manuel, se hicieron cargo del negocio y lo trasladaron enfrente del Congreso de los Diputados, en la plaza de las Cortes. Allí se hicieron hueco entre la clase política de la época. “Cuando había una sesión plenaria, venían a rellenar botijos de horchata y agua cebada al quiosco. Azaña era un cliente habitual”, narra su nieto.
Allí estuvieron hasta que estalló la Guerra Civil. Volvieron al pueblo huyendo del peligro y regresaron en 1939. Reiniciaron el negocio en la plaza del Carmen, muy cerca de la Puerta del Sol. Su céntrica posición les permitió hacerse un hueco en la ciudad, pero en 1942 tuvieron que dejar también este quiosco. Dos años después, en 1944, consiguieron los permisos necesarios y se trasladaron a la que es hoy su actual ubicación, la calle Narváez. El primer emplazamiento se ubicaba en el número 7 de la citada calle, pero un par de años después se cambiaron a la acera contraria, al número 8, donde lleva en funcionamiento 80 años.
El quiosco ha cambiado muchas veces de emplazamiento durante todos estos años, pero hay algo que se mantiene intacto: sus recetas. “El principal problema de que negocios horchateros de toda la vida cierren es que las nuevas generaciones que se ponen al mando muchas veces prefieren cantidad a calidad. No es nuestro caso, seguimos ofreciendo la misma materia prima que hace 80 años”, señala José Manuel.
La horchata que sirven se prepara en un pequeño local cercano al quiosco. Su secreto es seguir utilizando los mismo ingredientes y en la misma proporción de siempre. “No es por alardear, pero tengo clientes que llevan viniendo aquí desde que eran pequeños y a sus 60 o 70 años siguen diciéndome que nuestra horchata sabe exactamente igual que antaño”, cuenta con mucho orgullo el actual regente del quiosco.
En lo que respecta al agua cebada, el proceso de elaboración es algo diferente. Como las dimensiones del aguaducho no permiten preparar el extracto in situ, meses antes de iniciar la temporada, José Manuel prepara la cebada tostada y extrae su jugo, para luego almacenarlo hasta el verano siguiente. Después, se sirve con agua de Madrid, azúcar moreno y granizado de limón para rebajar con su dulzor y acidez el amargor típico de la cebada. Las proporciones de cada ingrediente es algo que José Manuel se guarda: “Si desvelamos nuestra receta secreta estamos perdidos”.
Una receta tan sencilla les ha brindado un éxito que llevan arrastrando cuatro generaciones. El cariño que ponen en cada elaboración se traduce en una clientela fiel y satisfecha que cada verano vuelve al quiosco de la calle Nárvaez a por su horchata, su cebada o su agua de sabores. “Tengo unos clientes, ya casi amigos, que llevan viniendo toda la vida. Tienen dos hijos pequeños y uno de ellos es el mayor fan de nuestra horchata. Un día le llevaron de excursión y le dieron a probar otra y dijo que no se la bebía, que él quería la nuestra. Le gusta tanto que alguna vez se ha puesto a servir conmigo. Estas son las cosas que te llenan”, relata emocionado José Manuel.
Las anécdotas después de tantos años son infinitas. El regente actual del quiosco ha visto de todo, hasta el nacimiento de historias de amor en la cola para pedir: “Hay una pareja que se conoció aquí esperando su horchata. A día de hoy están casados y siguen viniendo”. Para José Manuel la mayor recompensa es esa, poder hacer feliz a la gente, aunque no puede negar que es un trabajo muy duro y sacrificado.
Solo trabajan de mediados de marzo a finales de septiembre, pero son precisamente los meses más duros por el calor. Abren de lunes a domingo por la mañana y por la tarde, durante casi siete meses no tiene ni un solo día libre. En invierno, se toma un pequeño descanso pero pronto tiene que empezar a preparar todo para la temporada siguiente: “Me gusta revisar la estructura del quiosco, darle una mano de pintura y ponerlo todo a punto para verano”.
Sin duda, este quiosco representa la historia de esfuerzo, superación y sacrificio de una familia entera. José Manuel, que sabe de sobra lo que supone ser el único negocio de Madrid de esta características, quiso recopilar en un libro todo su recorrido. “Hay tantas anécdotas y fotografías que merecen ser recordadas, que hace unos años me decidí a reunir todas y cada una de ellas como homenaje a mi familia y a todos los que alguna vez se han dedicado al negocio horchatero en la ciudad”, explica. Y así ha conseguido dejar constancia, por si en algún momento desaparece, de que este quiosco tuvo una de las mejores horchatas de Madrid (y del mundo, para muchos).
Un negocio histórico que podría desaparecer
Hubo una época en la que la capital contaba con más de 300 aguaduchos. La ciudad estaba plagada de este tipo de establecimientos en los que además de agua cebada y horchata se servían aguas de limón, violetas y otros sabores tradicionales. Pero lo que a principios del siglo XX abundaba, hoy en día casi ha desaparecido.
El quiosco de José Manuel es el único que queda en Madrid de estas características, algo que no solo hace peligrar el negocio horchatero madrileño, si no que pone en riesgo el fin de cuatro generaciones al frente del aguaducho de la calle Narváez. Por él han pasado los bisabuelos, los abuelos, los padres y los tíos de José Manuel, hasta llegar a él y su hermano, que el año pasado decidió jubilarse.
La quinta generación pertenece a Nuria, la hija de José, pero su padre no cree que vaya a continuar con el negocio: “Ha estudiado Turismo y trabaja en una agencia de viajes, a veces viene a ayudarme pero no creo que quiera seguir con el quiosco cuando yo me jubile”. A José Manuel le apena pensar que su aguaducho ya no refrescará el verano de los madrileños dentro de unos años, pero quiere que su hija se labre un buen futuro y no tenga que continuar con un trabajo tan sacrificado como este.
Desgraciadamente, cada vez es más habitual ver como negocios centenarios de Madrid echan el cierre porque no hay nadie que quiera o pueda hacerse cargo de ellos. Basta con dar un paseo por el centro de la ciudad para darse cuenta de la forma en la que estos establecimientos han sido reemplazados por otros o están totalmente abandonados desde hace años. José Manuel confía en que, aunque algún día tengan que echar el cierre, siempre se les recuerde.