El Estado Plurinacional de Bolivia, así, con la contradicción incrustada en el mismo nombre, sigue respirando, aunque hayan pocas razones para explicarlo. Hoy, a 199 años de su nacimiento, las instituciones crujen, tal como reza la costumbre . El país, sin embargo, parece no tener forma de morir. «En muchas de las instituciones, esto está peor que Venezuela. Miro a Bolivia con mucho dolor en el corazón», afirma para ABC el ex presidente boliviano, Jaime Paz Zamora. Llevan 36 golpes de Estado -aunque hay quienes cuentan más de un centenar-, seis guerras internacionales -perdiendo la mitad del territorio original-, una guerra civil, regionalismos profundos, reivindicaciones indígenas antiestatales, racismo sistémico, hiperinflaciones y pobreza multidimensional. Entonces, ¿por qué no se ha fragmentado, si otros países lo hacen por mucho menos? Por la geografía, se suele argumentar. Asediada en el corazón abierto del subcontinente más desigual del mundo, esta patria no tiene más salida que implosionar de tanto en tanto. «Jamás tuvo la República, en efecto, otra noción de su existencia que la de la pelea», sentenciaba el célebre escritor Carlos Montenegro, 80 años atrás. El tiempo confirmaría su tino. Cada 15-20 años, sin fallo, el territorio hace catarsis. En 1946, una turba enardecida asesina al presidente de turno, Gualberto Villarroel, colgándolo de un faro en la plaza principal. En 1964, empieza la sucesión de golpes de Estado militares. En 1984, ya en democracia, acontece la mayor hiperinflación de la historia boliviana, acortándose el mandato del presidente Siles Zuazo por presiones que incluso llevaron a su secuestro. Lo suple el mandatario al que le habían perpetrado el golpe 20 años atrás, Víctor Paz Estenssoro, quien pronuncia la famosa frase: «Bolivia se nos muere». En 2003 ocurre la llamada 'guerra del gas', con Evo Morales a la vanguardia, y con el presidente Sánchez de Lozada escapando en un helicóptero luego de haber provocado un masivo acribillamiento de manifestantes. En 2019, sería Morales quien renunciaría, huyendo a México después de fallar en su intento de prorrogarse inconstitucionalmente. De esta última catarsis, la sociedad todavía no se recupera. A finales de junio un militar destruyó la puerta del Palacio de Gobierno con un tanque porque lo habían destituido de su cargo. La reacción colectiva fue de mofa; una resignación de ser -no de encontrarse- inestables. ¿Autogolpe, golpe? No importa: una raya más al tigre. El historiador Elías Vacaflor Dorakis, comenta a este periódico: «Nadie avizora felicidad. Elija usted el hito que quiera, nuestra historia es un permanente drama». Javier Murillo De la Rocha, ex ministro de relaciones exteriores, apunta con parecida lamentación: «La tarea del Estado/Nación no la pudimos completar». Ana Lucia Velasco, politóloga y directora de un proyecto de despolarización, explica para este medio: «El drama boliviano es que hay un 52% de personas que dicen que les gusta la política pero que prefieren no hablar para ya no pelearse, los polarizados son los menos, pero siempre tuvieron toda la cobertura. Somos presas de nuestro propio silencio». Por ello, algunos asemejan Bolivia con Yemen, como es el caso del diplomático español Javier Puga, destinado en ambos sitios: «La misma desolación, las mismas luces tímidas», recuerda. Otros la conocen por su falta de salida marítima; el trauma por excelencia, la pérdida completa de una cualidad soberana. Pero la gran mayoría solo la asimila con Perú. El mundo la olvida, opacada por su famosa prima. El sociólogo Sergio Aparicio Verdún, nacido en el sur del país -departamento de Tarija-, interpreta este bajo perfil: «Bolivia no tiene nada que ofrecer si no es dentro. Es más vida cotidiana que espectáculo. Más del frente a frente; del tejido sin medios». El último episodio militar ya está soterrado, reprimido en el inconsciente para poder -con irresponsable pragmatismo- hacerle espacio a los nuevos problemas. El parlamento está bloqueado: la oposición no puede cohesionarse, y el partido oficialista está dividido en dos sectores, uno pro Arce y otro pro Morales. La diputada 'arcista' Lidia Tupa, comenta para ABC: «Evo fue nuestro líder, pero ya está con angurria de poder, sólo piensa en sí mismo». Paralelamente, hay un desabastecimiento de diésel y de dólares, cuya intensidad está provocando bloqueos de ciudades completas. Pero justamente ahí, en su capacidad de resistencia, es donde se puede explicar este casi bicentenario existir. Subraya el politólogo Marcelo Arequipa: «El país tiene un Estado débil pero una sociedad civil fuertemente y altamente organizada». El sello boliviano, por tanto, es la coexistencia de un complejo de inferioridad con ganas infinitas de hacerse escuchar. Bolivia es una tierra irremediablemente antipaternalista y contradictoria. Su línea maestra geopolítica es la integración regional, pero son miembros oficiales tanto de Mercosur como de la Comunidad Andina; en otras palabras, miembros reales de ninguno. 'Ni con Lima ni con Buenos Aires', reza su libro de historia más famoso. Y es que este lugar no tiene dueños afuera, pero tampoco adentro.