La escritora despliega la voz de una mujer judía de 82 años, una viuda que no tiene pelos en la lengua. Las óperas que mira con sus amigas, la pintura y el arte que va incorporando a través de sus clases por Zoom, están atravesados por una especie de sello de fábrica: una curiosidad indómita liberada del temor al ridículo. No hay personajes así en la literatura argentina reciente.