A veces uno es dueño de su destino. Lo que hasta el día de ayer era una marcha vista para sentencia, me recordó lo difícil que resulta zafarnos de ese niño que tenemos dentro, y que admira a sus futbolistas como si de familiares se tratara.
Merino acostumbraba a hacer la ‘L’ cada vez que marcaba, dedicada a su gran amor, ese que le acompañó desde sus primeros pasos en Donostia. En la memoria de los realzales, sin embargo, esa ‘L’ será la de leyenda. La de un jugador que se viste de gala hasta para decir adiós, fiel a su elegancia, la misma con la que doma el balón en medio de un fútbol cada vez más vertiginoso que ha transformado a
Mikel en un superjugador. Quizá el que haya terminado cambiando haya sido el propio fútbol. El de la Real, con su ‘8’, seguro que sí. Sabiendo marcar el tempo en todo momento, no solo en el verde, también cuando llegó la hora de hablar, de mirar a la cara a
Imanol o cuando le ha tocado abrazar a sus inseparables
Mikel -el otro-
y
Martin para embarcarse en una nueva aventura que lo único de txuri urdin que tenga será la compañía de otro viejo escudero que en su día enamoró a Gipuzkoa. Y el sentimiento, el que perdurará en
Merino juegue donde juegue, vaya donde vaya, porque su nombre, como en aquel trofeo que reconocía su gran final -sí, aquella final-, ya está grabado para la eternidad en la historia de la Real Sociedad de Fútbol. Hasta pronto, Conde.
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