Fascista
Para muchos, “fascista” es un descalificativo político que se ha banalizado. Ni les va ni les viene. Según cuenta el historiador británico, Tony Judt, tal banalización se la debemos a Stalin. Al emerger de la II Guerra Mundial como parte de la tríade libertadora (Reino Unido, Estados Unidos y la URSS), no encontró mejor forma de callar a quienes criticaban la ausencia de libertades en la URSS que descalificarlos de fascistas. Las atrocidades recién reveladas del nacionalsocialismo opacaban las sospechas sobre similares atropellos a la dignidad y a la vida de millones cometidos bajo sus órdenes. Tan así, que en ámbitos culturales izquierdosos privó durante décadas la idea de que comunismo y fascismo se situaban en polos opuestos. Hasta que las abrumadoras evidencias de que “los extremos se juntan” acabaron con tal pretensión. No obstante, quedó como arsenal retórico de partidos comunistas y afines descalificar de “fascista” a sus críticos. En democracia, este estigma es sinónimo de posturas consideradas de “ultraderecha”.
Hoy, su uso ad-nauseam por el madurismo para acusar a sus críticos invita a aclarar el término. Porque no se trata de un invento; el fascismo realmente existió. ¿A quién cabe, de verdad, tal señalamiento?
Un apretado resumen de lo escrito al respecto por Payne, Paxton, Bolinaga y otros especialistas, junto al célebre artículo de Umberto Eco (Ur-fascismo) permite las siguientes precisiones: A diferencia del comunismo, no hubo una “doctrina” fascista”. Pero los movimientos fascistas construyeron, a partir de las particularidades de sus propios países, idearios parecidos. Lugar central lo ocupa la invocación de una gesta épica o edad de oro que forjó las mejores cualidades de su pueblo, atributos nobles que era menester rescatar para asegurar el triunfo definitivo de la Nación ante un enemigo implacable –imperialismos extranjeros o los judíos que, según Hitler, dominaban el mundo. Su lucha siempre se concebía, por tanto, como una guerra. Llevaba a regimentar a sus partidarios según preceptos marciales y a organizarlos en fuerzas de choque dispuestas a disputarle violentamente la calle al enemigo. Tal ambiente exaltó el culto al héroe, el machismo, la violencia y la preminencia de lo militar.
El fascismo clásico abrevaba en lo que hoy se denomina populismo. Incitaba a los suyos al combate apelando a resentimientos, ansias revanchistas y mentiras ideadas para activar sus odios en contra de aquellos identificados como amenazas o causantes de sus males. Un imaginario maniqueo evocaba al “nosotros”, el pueblo, los buenos, enfrentados a “ellos”, los injustamente privilegiados, los malos, con quienes no podía haber empatía ni consideración alguna. Creaba una falsa realidad que proyectaba la imagen de ese “otro” en los términos más repulsivos. El lenguaje de odios nutría el liderazgo de hombres carismáticos, tenidos como visionarios, que encarnaban, por antonomasia, los mejores intereses del pueblo. Él era el Pueblo, por lo que sus dictámenes no se discutían: eran inapelables. Desaparecieron los cuestionamientos y las opiniones propias. Los atisbos de ciudadanía se disolvían en la masa, en espera de las órdenes del gran conductor. Porque había una sola verdad aceptable, la suya.
La revolución fascista se conducía desde el Estado, máximo representante de los intereses superiores de la Nación. Los intereses individuales o grupales se subordinaban a esta expresión del interés colectivo supremo. “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”, sentenciaría Mussolini. De ahí el Estado Corporativo que subsumía, en pro de los fines trascendentes de la Patria, los objetivos de distintos sectores. Ello excluía toda noción liberal sobre la existencia de derechos inalienables del individuo ante al poder del Estado. Más bien, a éste se le avasallaba imponiendo, con la fuerza y el terror, la voluntad omnímoda de quienes controlaban la maquinaria del Estado. Sin entrar a discutir si Mussolini era totalitario, sin duda que su concepción de Estado, sin contrapoderes, era dictatorial. La falta de controles frecuentemente derivaba en un terrorismo desde el Estado.
De lo anterior se desprende lo absurdo de acusar de “fascista” a una oposición desarmada, de vocación liberal, que lucha por rescatar derechos individuales tenidos como inalienables. Tampoco a la oposición se la puede calificar “de derecha”, pues ahí militan sectores de todo el espectro político democrático. Por demás, lo referido permite entender que retóricas patrioteras, de odio y discriminación, y de incitación a la violencia, consideradas, en principio, de “derecha”, también pueden forjar falsas realidades para perseguir disidentes desde categorías propias de la “izquierda”. No existe ninguna doctrina fascista.
En la Venezuela de Chávez, la reivindicación de la Romanitá del discurso Mussoliniano lo ocupó el ensalzamiento de nuestra epopeya emancipadora y su máximo héroe, Simón Bolívar. Con ello arremetió contra quienes, supuestamente, lo habían traicionado, los “escuálidos”, y desmontó las instituciones de la democracia liberal que resguardaban los derechos individuales. Discriminó, desde el Estado, a quien disintiera de su prédica. En vez de portar camisas pardas como los Sturmabteilung o negras como los Squadristi, sus bandas de choque se vestían de rojo “bolivariano”. Su iconografía patriotera, las UBCH y demás símbolos de naturaleza fascista asimilaron, luego, la mitología comunistoide que aportó Fidel.
Con todo, podría caracterizarse a la gestión de Chávez como “neofascismo light”, pues su carisma y la disponibilidad de fabulosos ingresos por la exportación de crudo le permitió dirimir la mayoría de los conflictos que enfrentó por medios políticos, aunque frecuentemente tramposos.
Pero bajo Maduro la retórica “revolucionaria” se desgastó. Es que su notoria incompetencia devastó a la economía. Desprovisto de pueblo, como demostró la votación del 28J, desapareció su capacidad de maniobra política. Con el auxilio de un cne y un tsj genuflexos, procedió a dar un golpe de Estado contra la soberanía popular, base del ordenamiento constitucional republicano. El neofascismo light se trastocó en fascismo puro y duro. Con acusaciones de sedición, terrorismo, instigación al odio y traición a la patria se persigue ahora a quienes señalan, con base en las actas disponibles, que el presidente electo es Edmundo González Urrutia. Unas dos mil detenciones, entre ellos, adolescentes, otros sin que se sepa su paradero, y sin los derechos procesales mínimos de nombrar sus propios abogados, evidencian que ha cruzado las últimas líneas rojas. Junto a Daniel Ortega, forja una especie de frente fascista regional que, ¡al fin!, marca un deslinde definitivo con la izquierda que gobierna Brasil, Colombia y Chile.
Desnudado su carácter retrógrado, represivo y criminal, Maduro se desgañita acusando a sus opositores de “fascista”. Privan dos razones: 1) proyectar en éstos, su propia degeneración; y 2) aferrarse a un último símbolo que lo distinguiera como de “izquierda”. Pudo escudarse en ello en el pasado, con la alcahuetería de muchos movimientos “progre”. Pero ya no. “De tanto va el cántaro al agua….”
Los cambios ministeriales de Maduro conforman un gabinete de guerra. Designa al representante más emblemático del fascismo criollo, Diosdado Cabello, ministro del Interior y Justicia. Y, ante el apagón masivo que padeció el país el viernes 30 de agosto, denuncia, estúpidamente, un sabotaje de un “fascismo opositor”, en connivencia con el imperialismo. Para nada enfrentar la desidia, falta de mantenimiento y robo de recursos de su propia gestión. Lo suyo es prepararse para la guerra, no resolver los problemas del país. Se blinda contra todo criterio a favor de negociar una salida con la oposición amparándose detrás de una falsa realidad conspiranoica, cada vez más disparatada.
La quema de sus naves indica que, ante su notorio aislamiento, todo será válido para conservar el poder. Ello no afectará sólo a los venezolanos. Afianzar al país como base para negocios ilícitos, en complicidad con bandas criminales y gobiernos forajidos, agravará los problemas de seguridad de la región. Servir de cabeza de playa para Rusia, Irán y China, planteará problemas de estabilidad geopolítica. Los países vecinos y más allá, sentirán la presión de millones de venezolanos adicionales en sus fronteras.
El pasado demuestra que no puede derrotarse al fascismo con base en apaciguamientos. La comunidad internacional debe saber que harán falta razones “más convincentes” para sentar a Maduro y los suyos a negociar la transición con el presidente electo, Edmundo González Urrutia. Nos concierne a todos.
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