El precepto del Papa, por Raul Tola
Como todas las semanas, ese viernes por la mañana me senté a escribir la columna que publicaba los sábados en este diario. La terminé relativamente pronto porque, a diferencia de otras veces, no contenía una argumentación sobre un tema de coyuntura, sino un puñado de informaciones reunidas a raíz de los trabajos de la misión Scicluna-Bertomeu, enviada por el papa Francisco para investigar las denuncias de abusos físicos, psicológicos y sexuales, y los malos manejos económicos del Sodalicio de Vida Cristiana.
La columna se tituló «El comando de élite del papa» y comenzaba así: «La primera sorpresa que se llevó la comisión para investigar al Sodalicio de Vida Cristiana ocurrió el lunes. Aprovechando unas horas libres, el padre Jordi Bertomeu aceptó algunas citas de último minuto. En la primera, una militante ultracatólica muy activa en redes intentó sorprenderlo, presentándose como víctima de los denunciantes del caso. Al ser interpelada, quedaron en evidencia sus intenciones, pues tuvo que admitir que solo había recibido un par de comentarios en Twitter. En la segunda, un hombre (que terminó siendo cuñado de la primera) quiso convencer a Bertomeu del bien que las costumbres del Sodalicio habían obrado en su vida, al templar su carácter y su espíritu. Cuando el sacerdote español le preguntó si le gustaría que su hijo fuera sometido a esas prácticas, guardó un silencio explícito».
El artículo generó algunas reacciones ese fin de semana, pero fue a partir del lunes, cuando lo recogieron varios foros e informativos digitales, que los lectores y las reacciones crecieron exponencialmente, y distintas hipótesis se tejieron alrededor de la siguiente pregunta: ¿quiénes eran esa «militante ultracatólica muy activa en redes» y ese «hombre (que terminó siendo cuñado de la primera)» que habían intentado embaucar a Bertomeu antes de la llegada de Scicluna y la instalación de la comisión? Considerando que frente a la Nunciatura Apostólica se habían apostado numerosos periodistas para cubrir los detalles de la investigación vaticana, fue una duda que no tardó en ser disipada.
Lo que vino luego fue una serie de intrigas y maquinaciones que le dieron a esta historia los tintes esotéricos y rebuscados de una de esas novelas de misterio religioso que puso de moda el escritor americano Dan Brown. Una vez reveladas sus identidades y la mala fe con que habían obrado, estas dos personas encabezaron una ofensiva que buscó desacreditar el trabajo de la misión. Sus miembros fueron blanco de los peores ataques en las redes sociales y la prensa afín al Sodalicio, llegando a acusar al arzobispo de Malta, Charles Scicluna, de estar vinculado a la mafia maltesa. Luego desplegaron un contraataque judicial cuyo objetivo fue Bertomeu, a quien comenzaron a llover cartas notariales que lo implicaban en una denuncia por violación del secreto profesional al, supuestamente, haber filtrado la información que recogí en mi columna.
¿Por qué decidieron reaccionar difamando y denunciando a los enviados del papa, luego de su paso por Lima? ¿Qué ganancias pensaban obtener de estas maniobras, que calcaban la vieja estrategia del Sodalicio y sus aliados, dedicados a hostigar judicialmente a los periodistas que los pusieron al descubierto, con un torrente de acusaciones caprichosas que busca arruinar sus economías y convertir los juicios en una condena en sí? ¿Nadie se detuvo a pensar que unas de las razones de la investigación son, justamente, los abusos del Sodalicio contra sus denunciantes, que quedaron confirmados en carne propia por quienes los investigaban? ¿Tan habituados estaban a este comportamiento prepotente, beneficiado por la penetración en el Ministerio Público de su abogado, José Luis Hauyón, gracias a la alianza con la exfiscal de la Nación Patricia Benavides, que quedó transparentada por la Operación Valkiria? En lo que solo puede ser calificado como un supremo ejercicio de soberbia y desorientación, ¿acaso pretendían doblegar a la misión del Vaticano o, al menos, atarantar a sus integrantes, olvidando de dónde provenían, qué instrucciones tenían o a quién respondían?
La respuesta a sus ardides llegó esta semana, cuando la Nunciatura Apostólica citó a estas dos personas para comunicarles un precepto en el que el propio papa enumeraba sus delitos canónicos (suscitar odio contra el pontífice por atacar a sus «enviados personales», difamar a Bertomeu y tratar de obstruir el ejercicio de la justicia eclesial), les otorgaba 48 horas para retirar la denuncia y ofrecer disculpas públicas a los enviados papales, y les prohibía manifestarse en un futuro sobre el trabajo de Scicluna y Bertomeu. En caso de desobediencia a cualquiera de las disposiciones, ambos quedarían excomulgados, viéndose prohibidos de recibir los sacramentos y participar en acciones litúrgicas (que deberán interrumpirse si se encuentran presentes), y nunca más podrán presentarse públicamente como católicos ni representar a la Iglesia. Si recibieran estas sanciones, en el futuro tendrían la oportunidad de limpiar sus culpas cumpliendo con los términos del precepto y consignando, cada uno, en concepto de pena expiatoria la suma de 100.000 soles a Cáritas.
Quedan claras varias cosas. La primera que, en medio de la polvareda que han levantado sus ataques a la misión papal, los dos señalados han hecho lo imposible por distraer la atención, y hasta ahora no han respondido a la más importante de las preguntas, contenida en el primer párrafo de «El comando élite del papa»: ¿acaso no es verdad que se presentaron ante Jordi Bertomeu con la intención explícita de mentirle para favorecer al Sodalicio de Vida Cristiana? La segunda y más obvia: que dos personas, que se hacen llamar católicas militantes y dicen defender ciegamente los preceptos de la Iglesia, no tengan el menor escrúpulo en incumplir de manera abierta y reiterada los mandamientos, en especial el octavo: «No darás falso testimonio ni mentirás». Tercero que, luego de todos estos comportamientos ofensivos y difamatorios, sean ellos quienes ahora pretenden presentarse como víctimas, poco menos que mártires de la Iglesia, confundiendo a sabiendas el derecho penal peruano con el derecho canónico e insistiendo en sus mentiras y medias verdades.
Finalmente, todo este proceso me ha devuelto a las clases de catequesis que me impartieron el padre Jaime y el padre Cerrato hace casi cuarenta años en el colegio Inmaculada. He recordado sobre todo su voz tronante, cuando leían las implacables palabras de Jesucristo, consignadas en el evangelio de Mateo, que denunciaban el cinismo de los maestros de la ley y fariseos, llamándolos sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, pero con un interior lleno de hipocresía y maldad.