Crisis de la política mundial, ¿crisis de las Naciones Unidas?, por Manuel Rodríguez Cuadros
El próximo año se cumplen 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial. Annalena Baerbock, ministra de Relaciones Exteriores de Alemania, señaló en las Naciones Unidas, el 26 de setiembre, que la guerra se originó en una lógica de exclusión. Simbolizada en la frase “nosotros contra ellos”. Y que esta lógica de exclusión fue llevada por la Alemania nazi al peor extremo jamás visto por la humanidad. Un sangriento conflicto mundial que produjo millones de víctimas.
La guerra terminó con la victoria de la alianza entre demócratas y comunistas. Y la derrota del nazismo y el fascismo. La paz fue construida por esta misma alianza. Bajo la lógica de la inclusión. En la antípoda del “nosotros contra ellos”. Se reconoció el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Se amparó la descolonización. Se prohibió el uso o la amenaza del uso de la fuerza. Se consagró el principio de la integridad territorial de los Estados. Se estableció la obligación de solucionar los conflictos por medios pacíficos. Se proclamó la universalidad del respeto y protección de los derechos humanos.
Frente al fracaso del idealismo wilsoniano de la Sociedad de Naciones, Iósif Stalin, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt crearon las Naciones Unidas. Optaron por un realismo moderado, que reflejaba el equilibrio del poder. La gobernanza mundial se organizó con una dualidad. La representación democrática de todos los Estados, en la Asamblea General. Y una instancia restringida para cautelar la paz y la seguridad, en el Consejo de Seguridad. Con el derecho a veto de los cinco miembros permanentes. Las potencias victoriosas. Se vinculó, así, la estructura sociológica del poder mundial, con su expresión normativa e institucional.
Muy rápido, el aforismo excluyente del “nosotros contra ellos” resurgió. El mundo se dividió en dos bloques. Pero el diseño realista de las Naciones Unidas funcionó. Se estableció Un mundo dividido, pero bastante previsible. Gracias, entre otros factores, al veto que nunca permitió el desequilibrio entre las dos superpotencias. Por lo demás, el equilibrio nuclear puso límites a las tensiones de la bipolaridad. Y se probó en la crisis de los misiles.
Terminada la Guerra Fría en 1989, se estableció el actual sistema unipolar de transición. Pero con un mundo distinto, más complejo e imprevisible, el poder está mutando. Y no es posible aún determinar el curso final de este proceso. La unipolaridad encontró a los Estados Unidos en una realidad compleja e inestable de su política interna, que tiende a desorganizar y hacer menos competitiva su diplomacia y el uso militar de la fuerza. A su vez, los demás Estado ganaron en autonomía. Ya no someten tan fácilmente sus intereses nacionales al interés del poder unipolar o de las grandes potencias.
Ambos factores, unidos a los cambios en la economía mundial, han determinado que el poder unilateral tenga menos potencia que en la Guerra Fría. Es decir, una menor capacidad para influir en la conducta de los otros Estados. Una muestra es la imposibilidad de Washington de obtener que Netanyahu acepte el alto al fuego de 21 días en Gaza. Un poder unipolar con pérdida progresiva de potencia es un factor adicional de la inestabilidad mundial.
La unipolaridad en declive de los Estados Unidos coincide con la dinámica ascendente de la China, como gran potencia. Actualmente, la segunda potencia económica mundial. Las previsiones estiman que será la primera entre 2035 y 2050. El proyecto de la Franja y la Ruta está rediseñando la estructura espacial de los flujos económicos, comerciales, de inversión y de infraestructura a través de Europa, Oriente Medio, Asia central, Asia y América Latina. La China, desde hace dos décadas, es también, crecientemente, una potencia global, política y militar, que está desarrollando su poder nuclear. En la próxima década podría desplegar los mismos misiles intercontinentales que Rusia o EEUU, en ese periodo.
En Eurasia, Rusia resiste todas las sanciones económicas. Y en cualquier hipótesis de paz en Ucrania —que el mundo occidental ahora sí desea, con concesiones de parte y parte— será el ganador de la guerra. Comparte la paridad nuclear con los EEUU. Y acaba de variar su doctrina del uso del arma nuclear. Podría utilizarla si sufre un ataque con misiles de largo alcance en su territorio. Terminada la guerra, Europa tendrá que redefinir su seguridad en un escenario nuevo y difícil. La presencia rusa en el sur global y Eurasia la convierte en una potencia global.
Estados Unidos, China y Rusia tienen, en ese contexto, visiones en principio excluyentes a largo plazo de la gobernanza mundial. Los conflictos en Gaza, Ucrania y Sudán, y la tensión a que está sometido el comercio mundial, se explican en esta trama de desencuentro de las relaciones de poder.
Para los Estados Unidos y Europa occidental, la gobernanza debe basarse en normas y valores. El problema es que se trata de valores —como la democracia representativa, la legitimidad de las sanciones económicas, o la primacía del individuo sobre la sociedad— que no son universales, conforme al derecho internacional y la Carta de las Naciones Unidas. Su imposición no es aceptada por la China ni Rusia. Y muchos países del sur global.
Serguéi Lavrov, en la Asamblea General de las Naciones Unidas, acaba de señalar que para Rusia el sistema internacional es desequilibrado, que no refleja la realidad de las correlaciones de fuerza, que busca imponer valores privativos de unas sociedades sobre otras. El canciller chino Wang Yi, coincidentemente, planteó que el sistema no solo está conformado por Estados, sino por civilizaciones. Y que la paz y la convivencia deben fundarse en el respeto de todas las civilizaciones. Demandó un sistema internacional solo basado en normas. No en valores, cualesquiera estos sean.
Si se confrontan estas visiones, con la de Estados Unidos y Europa, es evidente que la lógica del “nosotros contra ellos” está resurgiendo.
Las Naciones Unidas son la estructura institucional de la gobernanza mundial. Su capacidad de acción depende de los Estados. Y entre ellos, de los cinco miembros del Consejo de Seguridad. Por ello, en épocas, como la actual, de crisis en las correlaciones de fuerza del poder mundial, su actividad tiene poco margen de acción. No es un problema de liderazgo. Ni de más o menos declaraciones. Como la recientemente aprobada para un futuro compartido. Este compromiso, negociado intensamente y limitado en sus alcances, es una hoja de ruta encomiable. Pero no solucionará ni la crisis del poder mundial ni dará nuevos bríos a las Naciones Unidas. Por lo menos, mientras no se resuelva la crisis del poder mundial o se logren decisiones sin veto en el Consejo de Seguridad.
Eso no significa que Naciones Unidas esté en crisis. Sus problemas no son endógenos, sino exógenos. La crisis del poder mundial bloquea su capacidad de acción en los asuntos de la paz y seguridad, esencialmente. Pero la organización influye y seguirá influyendo. Así no solucione. Y su aporte seguirá siendo sustantivo en temas transversales, que hacen a la vida en sociedad, a favor de la humanidad entera. El medio ambiente, el cambio climático, los derechos humanos, la crítica situación de los refugiados, las misiones de mantenimiento de la paz que gestiona, los proyectos de desarrollo local o regional. Pero, sustantivamente, ahora más que nunca, tiene la obligación de reforzar su liderazgo ético. Alzar su voz, como lo está haciendo, contra las violaciones del derecho internacional y el derecho humanitario, el genocidio, el uso indiscriminado y brutal de la fuerza y todo atentado contra la dignidad humana y los derechos de los pueblos.