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Октябрь
2024

Genocidio indio en México, 1849: "Que no quede ni un apache"

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«Hay que acabar con todos los apaches, que no quede ni uno», dijo el diputado centralista del Estado mexicano de Chihuahua en 1849. México era un caos. La independencia en 1821 no había traído el paraíso prometido. Resultaba que la marcha de la Madre Patria había convertido Nueva España en el nuevo desastre. En el norte, como Sonora, era muy visible. Las raciones para los apaches ya no se distribuían, lo que rompía un acuerdo del siglo anterior. Jacobo Ugarte, comandante español, había ideado en 1790 un sistema para evitar las incursiones indígenas: regalar comida. Fue él, y no Benjamin Franklin, quien dijo «una mala paz trae menos perjuicios que una buena guerra». Pero los mexicanos independientes, inmersos en mezquinas disputas políticas y con ínfulas semi-imperiales, decidieron no cumplir el trato con los apaches, que se lanzaron al saqueo.

El nacionalismo mexicano había convertido a los otros en explotadores (españoles y norteamericanos) o salvajes (las tribus del norte indias del país). El racismo se extendió por los Estados norteños. Apaches, kikapúes, seminolas, yaquis, pimas, mayos y ópatas no formaban parte de la nación mexicana y, en consecuencia, carecían de derechos. La liquidación sistemática de estos pueblos se inició en 1849, cuando en el Estado mexicano de Chihuahua se aprobó la primera «Ley de cabelleras» o «Contrata de Sangre». Esta norma prometía el pago de 100 pesos por cada cabellera de apache entregada a las autoridades, y la mitad si era una mujer o un niño. Para hacernos una idea, una mula costaba 25 pesos. Al gobernador Ángel Trías Álvarez le pareció poco incentivo, así que duplicó la recompensa, añadiendo 250 pesos si se entregaban vivos a los apaches para ejecutarlos públicamente. El genocidio se puso en marcha. Los cazarrecompensas mataban a todos los apaches que pudieran, así como a otras etnias indígenas. El éxito fue tal que el Estado de Chihuahua se declaró incapaz de pagar tanto dinero. De todas maneras, «triunfaron», porque para 1887 solo quedaban 300 apaches en la Sierra Madre mexicana.

El genocidio de las tribus indias se extendió a más Estados, como los de Sonora y Coahuila. No solo utilizaron a los cazarrecompensas, sino que formaron milicias civiles y enviaron expediciones militares. Para unificar esfuerzos, los tres Estados mexicanos del norte aprobaron la formación de una coalición en abril de 1852, que fue negada por el gobierno federal. A pesar de esto, los ataques indiscriminados contra las tribus continuaron. De hecho, en 1851 un grupo militar mexicano compuesto por 400 hombres atacó un campamento apache a las afueras de Janos, en el Estado de Chihuahua. Se trataba de una indefensa aldea dedicada a comerciar. Mataron a todos, salvo a los que no estaban allí, entre ellos, a un tal Goyahkla, «El que bosteza», que después fue conocido como «Gerónimo». El que luego fue la pesadilla de mexicanos y norteamericanos encontró a su madre, esposa y tres hijos muertos, sin cabellera, y decidió vengarse del «hombre blanco mexicano». Lo cuenta en sus memorias. La guerra fue muy desigual, claro, y el ejército mexicano derrotó finalmente a los apaches en la batalla de Tres Castillos, en 1882.

Indios indomables

No acabó ahí el genocidio. El resto de indios era indomable y sacrificable para México. Así, en 1876, 55 años después de la independencia y diez antes de que acabaran las Guerras Apaches en EE UU, México declaró la que fue conocida como Guerra del Yaqui, que duró hasta 1929. El Yaqui es un caudaloso río del Estado de Sonora que desemboca en el golfo de California. El genocidio comenzó por una ley de desamortización, de 1856, que permitía la colonización de bienes comunales de los pueblos indios. Esto llevó al exterminio de decenas de miles de indios, y a la deportación de otros tantos a la península del Yucatán.

Los indios tampoco eran hermanas de la Caridad. Sus incursiones a las haciendas del «hombre blanco» fueron continuas desde antes de la independencia. No obstante, la desarticulación, el caso y las guerras civiles mexicanas favorecieron los actos vandálicos de los indios, que robaban y mataban. Uno de los últimos ataques se produjo en 1927. En venganza por una incursión de Francisco Fimbres, entraron en su finca, asesinaron a su mujer y a uno de sus hijos, y secuestraron al vástago menor. Fimbres, como si fuera la película «Centauros del desierto» (John Ford, 1956), contrató a pistoleros norteamericanos para rescatarlo, en una campaña que se prolongó durante años. Fimbres, sediento de sangre, reclutó un ejército privado de mexicanos que se dedicó a matar sistemáticamente a los indios. Hoy se desconoce el número exacto de víctimas del genocidio indio en México.




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