Entre la angustia del final y la incertidumbre del comienzo: he aquí la sensación que se vive en estos días de octubre en esta parte del mundo occidental que, de momento, es España, tras el largo y altamente caluroso verano lleno de noticias, no todas buenas, y de los últimos fastos del Estado cultural, la cabalgata de la selección nacional de fútbol por las calles de Madrid o la inauguración de la Olimpiadas con París como escenario, frutos tardíos de las noches blancas ideadas por Jack Lang para mayor gloria de una concepción política que busca olvidar las inmensas grietas existentes en el palacio del mundo. «¡Que vulgaridad!», hubiera dicho Madame de Stäel de haber contemplado esos ejemplos de bonapartismo edulcorado y pasado de moda. ¡Síntomas del final de una era! Se dice para justificar que en efecto todo lo que está pasando, los relatos falaces, las mentiras, la polarización social, es el precio de un cambio de paradigma. Por eso sentimos hoy lo que se ha sentido otras veces en el pasado y con parecidos síntomas: cuando san Agustín, desde Cartago, veía desangrarse el Imperio Romano asaltado por gente peligrosa, vulgares filibusteros que se aprovecharon de la corrupción de la clase dirigente; cuando, en la década de 1170, los europeos confundieron comercio y guerra en lo que se conoce como Tercera Cruzada, la de Ricardo Corazón de León y de Saladino; cuando, en la década de 1470, el Estado dinástico español hizo suyos los planes del Papa Pio II (Eneas Silvio Piccolomini) sobre las rutas de exploración del Atlántico sur que culminaron en los viajes colombinos a las Antillas y otros lugares de allá. «¡Nuevo Mundo!», gritaron decenas de humanistas que afrontaron el acontecimiento como la razón del final de una era y el comienzo de otra era, la de los descubrimientos, la de la vuelta al mundo, la del imperio, la era moderna que venía, eso sí, acompañada con propuestas difíciles de asimilar y otras vinculadas al juego de intercambios, a la exuberancia social de las ciudades germen de la novela moderna con el Lazarillo y luego con las 'ejemplares' de Cervantes que respondían a la 'Diana' de Montemayor y al 'Guzmán de Alfarache' de Alemán. Esto es: asumir el reto del Siglo de Oro de la literatura o del arte. El futuro al que vamos parece construirse sobre un pasado del que hoy se ignora casi todo, solventando esa ignorancia por la vía de la cancelación. No gusta lo que creemos saber y lo borramos de nuestra mente, en lugar de estudiarlo y debatirlo, que es lo que ha hecho libre al ser humano. Una postura que atolla la posibilidad de que, en España, este final de era alumbre un comienzo prometedor. Por todos lados se percibe el pesimismo ya visto en la nación en otros momentos: en 1898 ante la llegada de las vanguardias, en 1927 ante el efecto de los ismos que buscan paliar la rebelión de las masas que decía Ortega; en 1977 ante el alto porcentaje de jóvenes excluidos de los beneficios de la Transición. En estos tres casos faltaron líderes políticos capaces de valorar cuál debía ser el orden de prioridades para el desarrollo del país y de tomar decisiones contra las falsas modernidades que como espejismos crearon vías hacia ninguna parte. Y es que entonces, como ahora, el final de una era anuncia el comienzo de otra. Ese fue el problema: el modo de iniciar la marcha el futuro con un conocimiento pésimo del pasado. Una vez más estamos en la misma encrucijada, culpando a la historia de lo que no se sabe hacer: si los visigodos fueron pusilánimes con la revuelta de Witiza, si Alfonso X el Sabio no entendió bien la europeidad a la que aspiraba llevar a sus reinos una vez que su padre Fernando III los había llevado a la frontera con el Atlántico sur, si los Reyes Católicos no pudieron superar la sucesión de errores que comenzaron con la expulsión de los judíos y terminaron con la falta de respeto colectivo hacia la legítima heredera, la Reina Juana (me niego a escribir el apelativo por la que comúnmente de la conoce ), si los Habsburgo no gestionaron correctamente el proyecto universalista ideado por Carlos V en su titánico esfuerzo al otro lado del Atlántico, si los Borbones aplicaron medidas de organización territorial ajenas a la tradición, si… Tantos condicionantes para justificar un solo hecho: la angustia del comienzo que invade al español cada vez que la Historia llama a su puerta. Prefiere refugiarse en gobernantes timoratos, Godoy ante la Revolución Francesa o Suárez ante el cambio de la socialdemocracia. ¿Y hoy? No dejemos que nos invade el pesimismo, sin embargo: tras superar el dolor del final de era, que por lo demás es inevitable debido al efecto de los algoritmos en la vida actual, y tras asumir la necesidad de un nuevo comienzo, ha llegado el tiempo de enfrentarse con seriedad a lo germinal en los jóvenes, esos que buscan trabajo porque quieren ser útiles a la sociedad y no le dejan los codiciosos habituales que estrujan fondos públicos, pues en la década de 2020 vuelve a regir entre nosotros el estilo de vida barroco, como el espectro de Don Quijote que se niega a salir de la historia para seguir indicándonos nuestras desdichas. Entre el final y el comienzo se levanta una inmensa paradoja: es necesario un talante optimista para iniciar una sucesión de reformas de los comportamientos económicos, sociales y culturales, pero la necesidad de ese estado de ánimo exige que se emprendan cambios que superen los intereses creados en una nomenclatura que pide moderación a la gente, mientras ella gasta a manos llenas. Las dudas sobre la honestidad de los dirigentes son enemigas de cualquier periodo prometedor. En 2024 hay que saber estar en la superficie y en las profundidades, asumir la parte divertida e insolente de la vida social que, en las redes sociales, fomenta el apoyo a la literatura de vacaciones, y a la vez hay que plantear públicamente lo que se dice en privado. Devolver así a la vida política una dosis de sinceridad, no mucha, la suficiente para recuperar la posibilidad de liderar el comienzo. Hay que volver a considerar las propuestas para el nuevo milenio que hizo Italo Calvino. Por tanto hay que: 1) dar visibilidad a la toma de decisiones, evitando la situación creada en tiempos de la pandemia; 2) lograr rapidez en la ejecución de las decisiones, empezando por las judiciales, y eso exige liberar el exceso de burocracia; 3) conseguir levedad al tratamiento fiscal del trabajo sin necesidad de seguir a pie juntillas las ideas de Thomas Piketty para que el peso del Estado del bienestar no caiga sobre el trabajador sino sobre el dinero; 4) obtener exactitud a la demolición de viejas corrientes culturales hoy obsoletas 5) obtener multiplicidad en la valoración de las ideas y los comportamientos para alejarse de la tentación nacional de recurrir a los procesos inquisitoriales sobre las minorías, ya que la disidencia a las ideas del poder es un valor democrático de primer nivel; 6) imponer consistencia a la predicción; más que una poética del futuro, se necesita una prosa práctica de los pasos a dar; y, por último, 7) asumir la serendipia a la hora de mirar el futuro, pues, como dice mi amigo Telmo Pievani, a medida que se van instalando las nuevas ideas en la vida cotidiana, los pequeños golpes de fortuna le ofrecen a la historia la posibilidad de seguir creyendo en el azar. ¿Seremos capaces de hacerlo?