En Dinamarca hay cinco veces más cerdos y vacas que habitantes; casi dos tercios de su territorio están ocupados por la agricultura. Y esta actividad se está convirtiendo en la mayor responsable de la contaminación climática, lo que somete a los legisladores a una intensa presión pública para que la reduzcan.Así que ahora, el improbable gobierno de coalición de Dinamarca, formado por tres partidos de todo el espectro político, ha acordado gravar las emisiones de metano que calientan el planeta y que todos esos animales expulsan a través de sus heces, flatulencias y eructos. La medida, negociada durante años, fue aprobada este mes por el Parlamento danés, lo que la convierte en la única tasa climática de este tipo aplicada al ganado en el mundo.“Creo que es bueno —aseguró Rasmus Angelsnes, de 31 años, que estaba de compras para cenar en Copenhague una tarde reciente—. Es una especie de empujón para tomar decisiones diferentes, quizá más respetuosas con el clima”.No importaba que su carrito de la compra contuviera gruesas lonchas de panceta de cerdo, que planeaba cocinar esa tarde lluviosa con papas y perejil. “Comida reconfortante”, dijo tímidamente.El impuesto forma parte de un paquete más amplio destinado a limpiar la contaminación agrícola del país y, con el tiempo, devolver algunas tierras de cultivo a su forma natural, como las turberas (humedal donde se produce y acumula materia orgánica muerta), que son excepcionalmente buenas para retener bajo tierra los gases que calientan el planeta, pero que se drenaron hace décadas para cultivar.La misión de Dinamarca también forma parte de un cálculo de muchas potencias agrícolas, entre ellas Estados Unidos, que se enfrentan a la exigencia de limpiar la contaminación de las explotaciones, al tiempo que equilibran las necesidades de los poderosos grupos de presión agrícolas.En todo el mundo, el sistema alimentario es responsable de una cuarta parte de los gases de efecto invernadero; reducir esas emisiones exige tomar decisiones difíciles sobre dietas, empleos e industrias. Al mismo tiempo, los agricultores son vulnerables a los peligros del cambio climático, con calores extremos, sequías e inundaciones exacerbadas por la quema de combustibles fósiles. Esto hace que la alimentación sea un problema climático especialmente complicado de abordar.No es de extrañar que los esfuerzos por reducir las emisiones climáticas de la agricultura se hayan enfrentado a una dura resistencia, desde Bruselas a Delhi, pasando por Wellington, donde el gobierno neozelandés propuso un impuesto sobre los eructos en 2022, para que un gobierno posterior lo desechara.Incluso la medida danesa fue objeto de intensas disputas políticas. Un grupo independiente de expertos había propuesto varias vías, entre ellas un impuesto más alto al que se opuso enérgicamente el cabildeo agrario.Cuando el gobierno se decantó por un plan que daría a los agricultores tiempo y subvenciones para reducir el impuesto, incluso a cero, los defensores del medio ambiente se opusieron, calificándolo de demasiado laxo.“Alimentos para las personas, no piensos para los animales”, rezaba una pancarta de protesta frente a la oficina del gobierno, donde en octubre se estaban llevando a cabo negociaciones de última hora.“Me encanta la carne picada”, decían y abucheaban algunos adolescentes al pasar junto a los manifestantes.La medida se aprobó finalmente en noviembre. A partir de 2030 se cobrará a los agricultores 300 coronas danesas (unos 885 pesos) por cada tonelada equivalente de dióxido de carbono que produzcan sus explotaciones. Para 2035, el impuesto habrá aumentado más del doble, hasta 750 coronas (2,182 pesos).Cambio de comportamientoA diferencia del impuesto sobre el carbono aplicado a otros sectores, los agricultores obtendrán automáticamente una reducción de 60 por ciento porque, en palabras de Jeppe Bruus, ministro de Transición Ecológica del gobierno, aún no existe la tecnología necesaria para eliminar por completo las flatulencias. Las desgravaciones aumentan si los ganaderos utilizan aditivos en los piensos (alimento para los animales) para reducir el metano de los eructos de las vacas o envían el estiércol de los cerdos a máquinas que canalizan el metano hacia la red de gas.“Un impuesto sobre la contaminación tiene como objetivo cambiar el comportamiento”, confirmó Bruus.A ello ha contribuido que el gobierno que negocia el impuesto incluya al partido político de centro-derecha Venstre, que desde hace tiempo defiende los intereses de los agricultores.La mayor cooperativa lechera de Europa, Arla Foods, se ha sumado a la iniciativa. No porque esté a favor del impuesto, sino porque el compromiso es aceptable para los ganaderos. “Entienden que tienen que hacerlo; quieren hacerlo —aseguró Peder Tuborgh, director ejecutivo de la empresa—. Saben que es proteger su reputación, y siguen produciendo”.Jens Christian Sørensen es uno de esos ganaderos que abastecen a Arla Foods, y está intentando controlar las matemáticas de la leche y el metano de sus operaciones. Tiene casi 300 vacas lecheras y otros 360 terneros que aún no producen leche, pero sí metano.Sabe que tiene que mantener sanos a sus animales para maximizar su producción de leche; por eso ha invertido en sensores que le indican si sus animales no se encuentran bien. Sabe exactamente cuánto comen y cuánta leche producen.Espera añadir un suplemento químico que los agricultores utilizan en otros países europeos para reducir las emisiones de metano. Y sabe que, como cualquier otro sector económico, la agricultura tiene que limpiar su historial medioambiental.“El sector lácteo también tiene que ocuparse de esto. No es el fin del negocio”, dijo Sørensen.Su confianza procede de la creciente demanda mundial. Dos tercios de la mantequilla danesa se exporta; también la mitad de la leche en polvo. El consumo mundial de lácteos ha aumentado en las dos últimas décadas y se prevé que siga creciendo a medida que prosperen los países más pobres. “Quieren que sus hijos tengan leche”, afirmó Sørensen.El consumo de carne y productos lácteos se ha mantenido bastante estable en los últimos 30 años en toda Europa. Los cuatro hijos de Sørensen quieren comer mucha menos carne de la que él comía de pequeño, sobre todo la de origen vacuno.Svend Brodersen es agricultor ecológico, lo que significa que sus opciones son más limitadas. No puede utilizar aditivos para alimentar a su ganado. Y a diferencia de las vacas de Sørensen, que permanecen en el establo, sus animales vagan por los campos y su estiércol los fertiliza. En cambio, Brodersen ha quitado parte de las tierras de cultivo y ha plantado árboles que absorben dióxido de carbono y producen frutas que él puede vender: manzanas, peras, cerezas.No obstante, apoya el impuesto sobre el carbono. “Es una oportunidad de demostrar al resto del mundo” que la agricultura no tiene por qué significar mucha contaminación, dijo.“Sin un impuesto, todo el mundo hará mañana lo mismo que ayer”, continuó.Todavía se plantea un dilema mayor y más difícil: ¿Dinamarca seguirá entregando gran parte de sus tierras a vacas y cerdos?Brodersen lo está sopesando; prevé destinar una mayor parte de sus tierras al cultivo de plantas para consumo humano y una menor parte a la producción lechera.“Se necesitan vacas en la naturaleza. Pero hay que encontrar un equilibrio entre cuánta leche y cuántas verduras”, reflexionó. _c.2024 The New York Times Company