La historia de la humanidad es la historia de los venenos. Los seres humanos han sentido fascinación por estas sustancias desde hace milenios, los cuales han empleado para cazar, asesinar o defenderse, como es el caso de nuestro protagonista de hoy. Desde la cicuta que acabó con la vida de Sócrates hasta los letales agentes nerviosos desarrollados en la Unión Soviética durante las décadas de 1970 y 1980, conocidos como Novichok, se han documentado miles de estas sustancias letales a lo largo de los siglos, como contaba Daniel Torregrosa en su último ensayo: 'El olor de las almendras amargas. Un paseo por la ciencia de los venenos y su presencia en el arte y la ficción' (Menos cuarto, 2024). Hoy, sin embargo, nos vamos a detener en la sorprendente historia de uno de los grandes expertos de la historia, Mitrídates el Grande, un monarca oriental que hizo temblar a la todopoderosa República romana, en el siglo I a. C, usando los venenos que había conocido y sufrido desde su más tierna infancia. En primer lugar, el que su madre le suministró a su padre en un banquete celebrado en el 120 a. C., cuando no era más que un niño. A raíz de ello murió su progenitor y él tuvo que huir de su progenitora y ocultarse en los bosques para no correr el mismo destino. Allí fue donde nuestro protagonista comenzó a forjar su leyenda, a la que el mismísimo Mozart le dedicó su primera ópera en 1770. Según esta, Mitrídates vivió desde los 8 a los 14 años como un animal salvaje en páramos y montañas, alimentándose de lo que encontraba en la tierra y los árboles. Así acostumbró su cuerpo a todo tipo de privaciones y a las condiciones más duras que un hombre pueda soportar. Cuando entró en la adolescencia, decidió regresar a su antiguo hogar para matar a su madre y hacerse con el poder. Poco después de consumar su venganza, el famoso Rey de Ponto fue considerado uno de los militares más temidos de Asia Menor, a pesar de lo cual nunca consiguió deshacerse del miedo a morir él envenenado. Tal era la paranoia que le entró, en recuerdo de aquel trágico suceso de su infancia protagonizado por su propia madre, que mientras escapaba, humillaba y aniquilaba a las tropas de los generales y dictadores más poderosos de la República romana, él mismo asesinó a su hermano, a sus cuatro hijos y a muchos otros desdichados de su círculo más íntimo. Lo hizo usando las pociones mortales que le preparaba un equipo de doctores-chamanes que le acompañaban allá donde fuera, los agari, famosos por sus pociones curativas destiladas a partir de diversos venenos de serpiente. El Rey les tenía mucho respeto y admiración, puesto que le habían salvado la vida en numerosas ocasiones. Además, desarrolló un plan para sobrevivir a los efectos de los venenos. «Su programa se basó en la noción de que la ingesta periódica de minúsculas dosis de toxinas y agentes infecciosos confería al organismo una cierta inmunidad frente a dichas toxinas. Idéntico principio en el que se fundamentan las vacunas modernas», cuenta la historiadora Adrienne Mayor en 'Mitrídates. Enemigo implacable de Roma' (Desperta Ferro, 2019). El autor explica también como nuestro protagonista empezó a estudiar asimismo los tratados de medicina más importantes de regiones tan lejanas como la India. Este entrenamiento convirtió al Rey de Ponto en una especie de superhombre cuyo cuerpo parecía resistirlo todo. Investigó las propiedades de otros muchos venenos y se acostumbró a los peores efectos de estos. Y al mismo tiempo se rodeó de consejeros griegos para continuar con la política expansionista de su predecesor, usando tanto las armas como la diplomacia. Así consiguió unir a los diversos pueblos de Anatolia en contra de los romanos, mientras forjaba su propia imagen como heredero de Alejandro Magno . Se erigió en el principal defensor de estos con el objetivo de resistir al avance de la gran Roma, que avanzaba sin freno hacia Oriente. Para llevar a buen puerto su labor diplomática, Mitrídates aprendió a hablar las decenas de lenguas de los pueblos que iba dominando. Se hizo también con el apoyo de los griegos y orquestó hábilmente una de las matanzas más devastadoras de la historia antigua: pasó a cuchillo a entre 80.000 a 150.000 romanos en el 88 a. C., con la ayuda de otros soberanos de Asia Menor. Y mientras, continuaba empapándose de tratados de medicina tan importantes como las « Leyes de Manu », un código sagrado hindú del 500 a. C. en el que se ya abordaban los temores a morir envenenado: «Que el Rey mezcle todas sus comida con fármacos que funcionen como antídotos contra los venenos», advertía este. En su búsqueda de la legendaria triaca, un supuesto antídoto universal que contrarrestaba todos los venenos, el monarca fue un paso más allá y comenzó a experimentar con fármacos sobre los prisioneros a los que previamente envenenaba o que habían sido mordidos por serpientes venenosas o escorpiones. Al final logró crear un cóctel de los 54 mejores antídotos que, convenientemente mezclados con miel, constituía un preparado que Mitrídates reservaba para su propia protección. Fue bautizado como «mitridato» y se hizo tan famoso que Nerón trabajó para perfeccionarlo un siglo después. La matanza del 88 a. C. fue la excusa para que Roma tomara la decisión de atacar de una vez por todas al Rey de Ponto. Son las Guerras Mitridáticas, que pusieron a prueba a los generales más destacados de la República. El primero en intentarlo fue Sila , aquel dictador antipático, brutal, sanguinario y de inconmensurable apetito sexual que es considerado hoy uno de los grandes villanos de la historia. Al principio tuvo éxito, puesto que expulsó a Mitrídates de Grecia, pero tuvo que interrumpir su campaña para enfrentarse a Cayo Mario, que había intentado usurparle el mando de sus legiones. Cuando se lanzó de nuevo contra el Rey de Ponto, el conflicto duró varios años y le dejó físicamente demacrado: con la piel quemada y el cabello pelirrojo, lo que le daba un aspecto terrorífico. A Sila le siguió Lucio Licinio Lúculo, que también se enfrentó dignamente a Mitrídates y a su aliado Tigranes, Rey de Armenia, a partir del 74 a. C. Y lo habría seguido hasta el fin del mundo de no ser por la rebelión que sufrió de sus propias tropas en las montañas de Armenia. Plutarco defendía en sus «Vidas paralelas de Cimón y Lúculo» que fue él, y no Sila o Pompeyo, quien causó el comienzo del declive militar de Mitrídates. «Después de Lúculo, no se produjo ninguna otra acción de Tigranes o de Mitrídates. Este último, debilitado y desarbolado por causa de los primeros combates, ni siquiera una vez se atrevió a mostrar sus fuerzas a Pompeyo fuera de sus acuartelamientos, sino que escapando hacia el Bósforo se marchó hacia allá y murió», cuenta el historiador griego del siglo I d. C. A Lúculo no le concedieron el tiempo suficiente como para rematar al escurridizo Mitrídates, que llevaba más de una década amenazando el dominio de Roma y haciendo temblar a la República. Seis años después de empezar sus ataques, Pompeyo lo relevó de su cargo y se puso él mismo al frente para poner fin a las aventuras de su gran enemigo. Pero no le atrapó, simplemente le obligó a exiliarse y alejó el peligro. Los romanos no pudieron vengarse de la matanza de Mitrídates en el 88 a. C. Durante la mayor parte de su vida, el monarca eludió con destreza a todos los enemigos que le acechaban, usando todo tipo de trucos ingeniosos. Un buen ejemplo tuvo lugar en el 65 a. C., dos años antes de que este falleciera. Cuando las legiones de Pompeyo se aproximaron a Cólquide en busca de su preciado enemigo, los heptacometas tendieron una emboscada al Ejército romano usando los conocimientos químicos del Rey de Ponto. Estos heptacometas eran bárbaros montañeses «totalmente salvajes», que habitaban en fortalezas suspendidas de los árboles y vivían de «la carne de los animales salvajes y de las nueces», según los describía el historiador Estrabón . Eran, además, aliados del Rey de Ponto, que se olvidaron por un momento de sus espadas para reunir un buen número de colmenas silvestres que rezumaban miel tóxica. Después las situaron a lo largo del camino que Pompeyo y dejaron que sus legionarios se detuvieron a paladear aquel manjar. Pronto comenzaron a tambalearse y a balbucear hasta que se desplomaron entre vómitos y diarreas, incapaces de moverse. Fue entonces cuando los heptacometas aprovecharon para aniquilarlos allí mismo. En total, un millar de hombres en apenas unos minutos y sin encontrar apenas resistencia. «La miel en bruto, junto con su derivado fermentado, el hidromiel —cuenta Adrienne Mayor en su libro—, constituían los únicos edulcorantes naturales de la Antigüedad, por lo que se consideraban un dulce irresistible. Los heptacometas sencillamente echaron mano de un recurso natural de su entorno, la deliciosa y tóxica miel, y la emplearon como un agente biológico para incapacitar a los romanos y poderlos masacrar con facilidad». Los romanos persiguieron al Rey de Ponto por las montañas más alejadas del interior de Asia, sin ningún resultado, mientras este perpetraba ataques como el relatado. Tras escapar una vez más de Pompeyo, se encontraba planeando la invasión de Italia cuando su quinto hijo se puso al frente de una revuelta contra él en el 63 a. C. Una traición que jamás se habría imaginado y acabó con él acorralado en la torre de su castillo en Crimea. ¿Qué decidió Mitrídates entonces? Prefirió morir envenenado por su propia mano antes que ser capturado con vida. Pero su intento de morir de forma plácida se vio irónicamente truncado por toda una vida de ingesta de toxinas y antídotos. Todos sus esfuerzos por inmunizarse de los venenos habían surtido efecto al final de sus días y cuando ya no lo necesitaba. Desesperado, trató de apuñalarse pero no lo consiguió, así que ordenó a su escolta que lo atravesara con su espada. Era el final de la leyenda a la que, siglos después honraron Plutarco y Mozart. En los último años ha sido comparado con Osama Bin Laden , ya que el líder de Al Qaida perpretó también una matanza espantosa en el corazón del imperio de nuestros días, para combatir después en una guerra desigual contra Occidente. Igual que el que el Rey de Ponto. Y ambos, además, burlaron a sus captores durante más de una década en las montañas del interior de Asia. El hijo traidor de Mitrídates envió el cadáver de su padre a Pompeyo, quien lo enterró con honores en el sepulcro dinástico que la Familia Real póntica tenía en Sínope, a orilla del Mar Negro. Pero no se olvidó de saquear los palacios y posesiones de este, incluída una amplísima biblioteca de toxicología en diversas lenguas. También encontró un alijo de notas manuscritas del propio monarca sobre sus experimentos con todo tipo de venenos y antídotos. Era tan importante la información que había recogido que remitió los libros y las notas a Roma para que se tradujeran al latín.