Tontos por comodidad
Lo que no se usa, se anquilosa. Dentro de poco no seremos capaces de prescindir de nuestro Smartphone (¡qué curioso que a medida que los teléfonos se vuelven más inteligentes, los humanos nos volvemos más tontos!) para absolutamente nada
Creo que todos tenemos la experiencia de que, si pasamos un tiempo sin hacer algo que sabíamos hacer bien, notamos que hemos perdido facultades. Todavía podemos hacerlo, pero algo de la naturalidad y flexibilidad que antes teníamos se ha perdido. Por fortuna, en cuanto practicamos un poco, volvemos al nivel anterior y tendemos a olvidarnos del peligro.
Si hace mucho que no conduces, después de un accidente por ejemplo, de momento te parece un poco raro y te sientes en tensión hasta que la costumbre va volviendo. Si has dejado de hacer yoga una temporada, tu cuerpo se nota más rígido. Si hace un par de años que no hablas una lengua, cuando quieres volver a usarla, te cuesta y no das con las palabras adecuadas, mucho menos con las expresiones conversacionales. Si sabías tocar un instrumento y llevas tiempo sin hacerlo, cuando intentas interpretar una pieza que antes te parecía sencilla, ahora te cuesta.
Algo similar es lo que está empezando a pasar con habilidades que antes teníamos todos, o casi todos, y que, a fuerza de no usar, estamos perdiendo: orientarse por el sol y las estrellas ya es algo que parece un conocimiento arcano, pero ser capaz de leer un mapa o el plano de una ciudad y encontrar lo que se busca, algo que, hasta hace poco estaba al alcance de casi toda la población, ya no es común. Cada vez hay más gente joven que no escribe a mano, que prácticamente no sabe hacerlo y que, cuando lo hace, muestra una letra infantil, inmadura, como de niño que está empezando a dibujar las letras. Cada vez más, en lugar de escribir mensajes con el teclado, se envían audios, porque dicen que es más rápido y cuesta menos esfuerzo. El uso de ChatGTP y otras IAs se ha generalizado hasta el punto de que cuando tienes que enviar una carta en otro idioma que conoces, que has estudiado (o que es incluso tu lengua materna) dejas que lo haga la IA y tú te limitas a supervisarlo.
En los colegios, institutos y universidades se está volviendo a los exámenes orales porque el alumnado considera tonto hacer personalmente un trabajo que la máquina puede hacer en su lugar. Que con eso pierden capacidades cognitivas, analíticas y críticas es algo que resulta cada vez más difícil que comprendan y acepten.
Lo que no se usa, se anquilosa. Dentro de poco no seremos capaces de prescindir de nuestro Smartphone (¡qué curioso que a medida que los teléfonos se vuelven más inteligentes, los humanos nos volvemos más tontos!) para absolutamente nada. Nos lo están poniendo tan fácil que parece idiota no usar todas las posibilidades que se nos ofrecen.
¿Qué interés va a tener dentro de muy poco aprender otra lengua si con las nuevas aplicaciones tú puedes hablar en español por teléfono con un coreano y cada uno oye su propia lengua y lo entiende todo? Es exactamente como el milagro de Pentecostés que nos contaban en clase de religión y, ¿quién le hace ascos a un milagro?
Lo que parece haberse olvidado es que aprender una lengua no es solo adquirir un instrumento para comunicarse fuera del país donde se habla la propia. El aprendizaje de una lengua hace que tu cerebro mejore y, además, con la lengua aprendes la forma de pensar y de ver el mundo de otra sociedad, te enriqueces culturalmente, aumenta tu empatía, descubres cosas que jamás te habías planteado. Pero, claro, aprender otra lengua es un viaje de años de esfuerzo, disciplina, empeño y, cuando llegas a un buen nivel, tienes que seguir practicando, cuidando esa lengua como se cuida una planta, todos los días, o al menos todas las semanas. En nuestra sociedad de la inmediatez hay cada vez menos gente dispuesta a invertir cuatro o cinco años en aprender algo, sea una lengua, un instrumento o cualquier otra habilidad.
Lo que no se usa, se pierde. Eso lo sabemos todos. Y, sin embargo, estamos dispuestos a perder nuestro cerebro y sus capacidades -iba a decir lentamente, pero no es cierto: esto va rápido, muy rápido- por pura vaguería, por comodidad.
George Orwell en su visionaria novela “1984” nos mostró con dolorosa claridad cómo se puede destruir una sociedad simplificando hasta la caricatura la lengua que se usa. Ray Bradbury, en “Farenheit 451” nos enseñó qué pasa en una sociedad sin libros, dominada por las pantallas, el entretenimiento y una especie de redes sociales avant la lettre. Ambas novelas eran distopías, visiones terroríficas de lo que podía traer el futuro, llamadas de aviso a navegantes.
No digo que esto sea una conspiración maligna al estilo James Bond. Más bien creo que se trata de que, cuando la técnica hace posible que existan cosas que nos simplifican la existencia, nuestra naturaleza nos empuja a dejarnos llevar y ponernos cómodos. ¿Para qué queremos ser capaces de hacer cálculos mentales si las máquinas lo hacen mejor y más rápido? ¿Escribir, formular, corregir, tachar, reescribir? ¡Qué pesadez! ¿Traducir? Que lo haga la máquina. ¿Buscar una dirección? Que me guíe la máquina. ¿Informarme de lo que está pasando en el mundo? La máquina me irá ofreciendo las noticias que sabe que me interesa leer, las que me dicen lo que ya sé o lo que quiero oír. El algoritmo me ofrecerá la visión del mundo que reafirmará mis propias creencias, erróneas o no, y yo me sentiré satisfecho.
Acabaremos no siendo capaces de pensar, de ponderar, de analizar lo que nos llega de la realidad (que ya no será algo incontrovertible, sino algo totalmente subjetivo, a nuestra medida, y pasará por realidad al mismo nivel que la que compartimos con los demás). Tampoco podremos debatir ni argumentar por falta de pensamiento y, si no somos capaces de discutir educadamente con los demás, la convivencia, la democracia se deteriorarán hasta desaparecer.
Cuando lleguemos a ese momento, en un futuro cada vez más cercano, si ya no somos capaces de pensar, no hay que preocuparse, alguien lo hará por nosotros: los que controlan esas máquinas y esos algoritmos nos dirán qué pensar, igual que llevan ya unas cuantas generaciones diciéndonos qué comprar, qué es lo que tiene que gustarnos, qué aspecto debemos tener, qué ponernos, cómo actuar.
Y todo porque nos gusta la comodidad, al precio que sea. Recuerdo que hace más de veinte años nos parecía ridículo que los jubilados estadounidenses fueran en chándal y vestidos con ropa deportiva a todas partes. Sabíamos que era cómodo, pero no nos parecía adecuado. Ahora todo el mundo vamos con zapatillas de deporte a todas partes. Eso sí, cuestan bastante más que unos zapatos convencionales, y nos justificamos diciendo que son muy cómodas y por eso no nos importa pagar más -aunque mientras tanto, llevar ciertos modelos se haya convertido en una cuestión de estatus y de poder económico-. Las pantallas de televisión son cada vez más grandes, igual que los sofás extensibles y reclinables que les hacen juego (mientras que los pisos son cada vez más pequeños), para que estemos cómodos cuando terminamos de trabajar y nos vamos a casa a pasar horas viendo series hechas cada vez más deprisa y con menos voluntad artística para llenar el tiempo de los consumidores, y que pronto serán fabricadas exclusivamente por IA. Vamos al gimnasio para no perder el dominio de nuestro propio cuerpo, pero sobre todo por cuestiones aparenciales, pero vamos en coche o en patinete, vehículos que, dentro de poco, también conducirán solos y nos llevarán a donde queremos ir.
La domótica nos ofrece cosas como subir y bajar las persianas o correr las cortinas con una simple orden verbal, como el “Ábrete, Sésamo” de nuestra infancia. Hay frigoríficos que se conectan con el supermercado y piden los productos que faltan (de la lista que su propietario ha suministrado), de modo que uno no tiene que ir a comprar y el servicio de reparto a domicilio trae la compra a casa. Cada vez hay más productos precocinados que solo tienes que meter en el horno un rato para que estén listos. Si en el paquete pone “sin conservantes” o “sin azúcares añadidos” u otras cosas similares, te comes lo que sea con buena conciencia y le ves grandes ventajas: no ensucias la cocina, por tanto, no tienes que limpiarla. Una cosa menos que hacer.
Y ¿en qué gastamos luego todo ese tiempo? Cada vez más, en las redes sociales, o saltando de aquí para allá en internet, de catálogo en catálogo, hasta que, sin darte cuenta, has desperdiciado horas de tu vida, horas que no volverán jamás y que has perdido para siempre.
Me da miedo que, como sociedad, hasta como especie, nos volvamos más tontos, más vagos, más inútiles, por nuestra propia estupidez, por no querer darnos cuenta de que el camino que hemos emprendido no nos conviene. La gran estultificación social está en marcha y, además, parece que nos gusta.