José Luis Puerto, sin duda uno de los poetas más relevantes del panorama nacional, vuelve con 'Cristal de roca' a su mítico territorio, Alfranca, trasunto de La Alberca natal, en la Sierra de Francia, y a lo que él denomina «prosa de creación», seguramente para deslindarla de su ingente labor antropológica, etnográfica y de rastreo y estudio de la tradición, de la que todo lo que se diga es poco. Es la cuarta entrega, tras la inaugural 'Las cordilleras del alba' (1991), 'Un bestiario de Alfranca' (2008) y 'La madre de los aires' (2021), también en la editorial vallisoletana Páramo, de su ciclo en marcha 'El tiempo de la gracia', complementario y en paralelo con su poesía, según sus propias palabras «un conjunto de libros en prosa, que participan de lo rememorativo, de lo reflexivo, de lo narrativo, de lo poético…, que evocan la memoria del origen, cifrada en la niñez y en el territorio del mito». Una gozada para quienes frecuentamos y admiramos su escritura precisa, despojada, ceñida a lo esencial. Las citas iniciales, para aclarar de entrada que Puerto es un ejemplo preclaro de visión vasta y plural, en consonancia con aquello de Miguel Torga, «lo universal es lo local sin paredes», son de Marina Tsvietáieva, Erri de Luca, José-Miguel Ullán, Arturo Barea y Azorín. Y una prosa, en torno a la eterna dualidad entre el bien y el mal, enhebra una declaración del extraordinario narrador judío Isaac Bashevis Singer con dos versos interrogativos del exquisito poeta inglés Gerald Manley Hopkins y un dicho sentencioso de la difunta madre del autor. De Azorín se recoge en el pórtico del libro que «la emoción -espíritu divino, divino fervor- lo es todo». Y en verdad pocos escritores actuales son capaces de transmitirnos la emoción, ese estremecimiento, raigal en la literatura, diga lo que diga cierta modernidad, como este salmantino afincado en León, así como con tanto sentido y peso, por usar la expresión de Tsvietáieva que se menciona. Posiblemente porque, en una línea que iría de José Somoza a José Antonio Muñoz Rojas, pasando por Gabriel Miró, cada apartado es un poema en prosa y, en su conjunto, trazan «la melodía del misterio». El libro presenta una estructura circular, con una entradilla y una brevísima coda, ambas de entraña metafórica, en torno al sintagma del título, procedente de los fragmentos milenarios, amalgama de «transparencia y dureza», que el autor recogía en las marchas colegiales, desde el internado hasta el río Alagón, a fin de bañarse en una de sus pozas, a principios de verano, con toda la ebriedad de la naturaleza en su apogeo, y que guardaba luego como oro en paño en el armario de su cuarto. La armonía indescifrable de los trozos de mineral, su belleza, como una especie de amuleto, lo ha acompañado desde entonces y para siempre, como otras manifestaciones de lo sagrado, «fulgores del mundo» procedentes de «lo pequeño, lo ordinario, lo corriente», que, con fidelidad hacia los orígenes, se han mantenido vivas en la ritualización y celebración de la relación del hombre con el cosmos dentro de los mitos hurdanos, como captó en su día el citado Torga. Puerto recupera su memoria vivencial, participativa y nos la ofrece gozoso, como Bowra con los griegos, a los lectores, para nuestro disfrute. La atención contemplativa durante la travesía, a diferencia de sus compañeros, entregados, como es lógico, a distracciones y «charlas triviales», despertó en él una fascinación que sólo puede plasmarse vía poética. Es la primera experiencia iniciática que invoca y nos comunica en el libro, como en toda la obra de Puerto, mediante una mirada lírica, cada vez más celebratoria, sobre cuanto lo rodea. Lo mismo puede aplicarse luego al resto de aprendizajes que se van desgranando. Aquellos cristales de roca extraviados físicamente, pero no en el almacén de los recuerdos, dan pie a que nos entregue otros deslumbramientos vivenciales, primigenios o del tiempo presente, de la misma índole, en dos secciones: 'Estancias' y 'Las pequeñas historias'. El autor desenreda los hilos de la memoria con delectación no exenta de sabiduría, conservando el misterio y el encantamiento del primer contacto con las maravillas de la creación, siempre «desde el telar más hondo de nuestro corazón y nuestra alma».'Estancias' se inicia con una oda a la sal centrada en sus lugares de aparición y reminiscencia, para, de paso, empezar a «configurar una cartografía de la pobreza», una pobreza, que es sobriedad, en positivo, «pero también del paraíso del jardín primordial» de su vida, intención que anima el grueso de este apartado, que nos acerca también iluminaciones del amor en escenas cotidianas de hoy en día, «ese fulgor deslumbrante depositado en todas las criaturas», bien sea un caballito de mar agonizando, los rosales silvestres florecidos en su dicha plena, la lluvia mansa y celeste con su melancolía hechizante y ensoñadora, la catedral salmantina con su elevación del espíritu o los jardines efímeros. Mención aparte merece el afecto, el aprecio fraternal, que surgen en sus incontables peregrinajes estivales para sumergirse y redimir «las raíces campesinas, en las culturas residuales». En el mismo plano de significación, el niño que fue imanta las palabras para recobrar las enseñanzas maternales y paternales, así como las ensoñaciones de lo presentido tanto en la parte inicial como en la complementaria, 'Las pequeñas historias', con más aire narrativo, alguna variante de cuentos tradicionales, repletas de seres desvalidos, orillados por la sociedad, que despiertan la piedad o la compasión, sobre todo cuando les ronda la muerte, y de objetos postergados por el progreso, con su 'ubi sunt' prendido. El libro termina con retazos ligados de su itinerario escolar en el pueblo. En el discurso de recepción del premio de las Letras de Castilla y León, Puerto señalaba que la palabra de la poesía se alberga en el corazón del pueblo, de quienes viven la intrahistoria unamuniana en un imaginario que es un modo antiguo y sabio de estar en el mundo. Sin duda, recalcaba, «la verdad más hermosa del mundo se encuentra entre las gentes más humildes». Toda esa sabiduría y verdad, desde la vividura decisiva de la niñez, con una expresión en la que, como pedía Unamuno, se conjugan sentimiento y pensamiento, elegía y preferentemente cántico, nos las vuelve a ofrecer el escritor de La Alberca en estas prosas arraigadas, de una belleza austera, conmovedora en extremo. Muy pocos han alcanzado una escritura tan misericordiosa y sacramental, tan salvífica en su protección contra la intemperie de nuestro mundo pragmático, cada vez más deshumanizado.