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Mano a mano entre dos gigantes del barroco

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Abc.es 
Conviene situarse por un momento en la España de 1600, asolada por la peste, para entrar en la esencia de la exposición 'El arte nuevo de hacer imágenes', que recoge frutos de un periodo creativo excepcional provocado por una calamidad. En Valladolid, donde tenía su taller Gregorio Fernández , «falleció el 20 % de la población, 6.000 personas de 24.000 o 25.000 habitantes»; en Sevilla, donde trabajaba Juan Martínez Montañés, «fallecen 20.000 personas de las 100.000 que había», contextualiza el catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Sevilla, Jesús Miguel Palomero Páramo. En una comparativa con una catástrofe cercana, es como si la dana de Valencia hubiese costado 175.000 vidas, añade el comisario de la muestra junto al también catedrático en la Universidad de Burgos René Jesús Payo Hernanz. Aquel desastre de hace más de cuatro siglos «trae consigo un dramatismo extraordinario y que la gente perdiera, de alguna manera, la confianza en los seres celestiales». «Entonces, en un momento determinado, se busca recuperar otra vez la fe a través del arte. Se empiezan a encargar una serie de imágenes para reconciliarse con Dios, y a Dios con los hombres. Ya no sirve ese Cristo punitivo, apocalíptico, y surgen dos personajes que nos hacen un nuevo rostro de Dios, ese es el arte nuevo de hacer imágenes», remarca Palomero con la frase que da título a la exposición, paráfrasis 'El arte nuevo de hacer comedias' de Lope de Vega. Los dos artífices fundamentales de ese cambio artístico, Gregorio Fernández y Martínez Montañés, proponen otras formas, «una imagen que no es la de hombres que se ven en las plazas ni en las calles», sino que, con un «aspecto físico natural», representan «una imagen idealizada del bien». Para lograrla, precisa el comisario de la exposición, recurren a los modelos griegos, a la belleza basada en la proporción de las nueve cabezas; crean figuras «sensuales, bellas, porque desde la antigüedad la belleza era sinónimo de divinidad, y al mismo tiempo decorosas, porque deben invitar a rezar, deben instruir». Ambos marcaron un antes y un después, subraya Palomero: «El pedagogo hispanorromano Quintiliano dijo que hasta que Fidias no hace el Zeus olímpico cada uno tenía una imagen distinta de Dios y a partir de esa imagen todos sabían ya cómo era Dios. Hemos llegado a esa conclusión, que hasta Gregorio Fernández y Martínez Montañés cada uno tenía una idea de Dios y a partir de ellos queda tipificada». Con el propósito de «instruir, deleitar y emocionar» se ha concebido un discurso trazado con las más de setenta obras y documentos reunidos en la catedral de Valladolid, todo un repertorio de esas formas renovadas y conseguidas «con una nueva técnica, que es la imaginería policromada, la gran aportación que va a hacer España a las técnicas artísticas de la cultura occidental». Como prólogo biográfico de los dos protagonistas, exponentes fundamentales de la Escuela Castellana y la Escuela Andaluza, se exhiben los retratos de Gregorio Fernández, pintado por Diego Valentín Díaz, y de Martínez Montañés, por Francisco Varela; además de la partida de defunción y la lápida sepulcral del escultor gallego afincado en Valladolid y la partida de bautismo del jienense y sevillano de adopción, entre otros documentos. El primero de los seis capítulos que componen la muestra está dedicado a los maestros y su entorno artístico, con obras de Pompeo Leoni y Francisco Rincón , por la parte castellana, y Pablo de Rojas y Jerónimo Francisco García, por la andaluza. El siguiente espacio del montaje expositivo se reserva ya para los dos gigantes del Barroco en un mano a mano entre el que se miden el 'Ecce Homo' de Fernández del Museo Catedralicio de Valladolid y el 'San Bruno' de Montañés llegado desde el Museo de Bellas Artes de Sevilla, que aparece iluminado en la oscuridad de una capilla lateral. 'Santo Domingo de Guzmán en Gloria' y 'San Gabriel Arcángel' del primero y 'San Cristóbal' y 'San Francisco de Asís' del segundo ilustran también el paso de los dos escultores hacia el naturalismo. El inicio del tercer capítulo, dedicado al reflejo de los postulados del Concilio de Trento en ambos autores, se abre con dos grandes esculturas de Gregorio Fernández: el 'Crucificado de los Valderas', procedente de la iglesia leonesa de San Marcelo y la Piedad de la vallisoletana de San Martín (destinada originalmente al convento de San Francisco), que comparten espacio con 'Las dos Trinidades', de Montañés, parte de un retablo de la parroquia sevillana de San Ildefonso. La monumentalidad de sus imágenes se hace evidente en el siguiente espacio del mismo bloque temático, dedicado a representaciones de vírgenes: la del Rosario de Gregorio Fernández para la iglesia de la Asunción de Tudela de Duero y la del Buen Consejo de Montañés para el sevillano Real Monasterio de San Leandro, y se reafirma en el siguiente apartado, denominado 'Modelos de santidad'. Presidido por la imagen de 'San Miguel' del escultor castellano procedente de Alfaro (La Rioja), a su alrededor se despliega una galería de los mismos santos interpretados por ambos escultores; casi una propuesta de juego para encontrar las semejanzas y diferencias entre los respectivos san José con el Niño, san Ignacio de Loyola, san Juan Bautista, san Juan Evangelista, san Francisco de Asís, san Pedro y san Pablo. El cuarto capítulo ahonda en la singularidad del acabado de este tipo de escultura con la reivindicación de los policromadores, casi siempre en un segundo plano y aquí realzados en las cartelas de las tallas y también como pintores. Del colaborador habitual de Gregorio Fernández, Diego Valentín Díaz, se puede ver 'La lactación de san Bernardo', junto al relieve de una tabla con el mismo motivo realizada por el escultor para el monasterio vallisoletano de Santa María de Valbuena; del policromador de Montañés, Francisco Pacheco, una Inmaculada y un Cristo crucificado. El penúltimo bloque temático alude al magisterio de ambos autores y a la «estela» que dejaron en los aprendices. A Gregorio Fernández remiten el gran paso de 'La Oración del Huerto' de Andrés Solares y el san Sebastián de Francisco Fermín que llega desde la catedral de Palencia. Además de documentos que acreditan a Manuel Rincón como discípulo del escultor de origen gallego y de Juan de Mesa como pupilo de Montañés, se exhiben dos obras de este alumno del andaluz: 'Cabeza degollada de San Juan Bautista' y 'Niño Jesús'. El cierre es el momento de 'Los grandes modelos', un espacio presidido por el 'Descendimiento' y el 'Cristo Atado a la columna' de Gregorio Fernández, de la iglesia y cofradía de la Vera Cruz vallisoletana, y el 'San Jerónimo penitente' de Martínez Montañés. En la capilla de este capítulo final se sitúa uno de los yacentes inconfundibles del maestro de la Escuela Castellana, el de las Clarisas de Medina de Pomar (Burgos), delante de las figuras orantes de Guzmán el Bueno y su esposa, talladas por el imaginero de Sevilla. Son modelos que demuestran «la gran proyección que tiene su iconografía, que se propaga por toda España y toda Hispanoamérica», subraya Jesús Miguel Palomero, porque los yacentes de uno o los Niños Jesús del otro se repetirán siglo tras siglo. «Los copian en el XVIII y en el XIX y, en Sevilla, el Cristo flagelado que hace Buiza para la Cofradía de las Cigarreras en el siglo XX es el de Gregorio Fernández. El modelo llega hasta el siglo XXI». Promovida por la Junta de Castilla y León y organizada por la Fundación las Edades del Hombre con la colaboración de ls Archidiócesis de Valladolid, la exposición 'El arte nuevo de hacer imágenes' muestra lo mejor del Barroco español con «las características particulares de las dos escuelas», diferencias que pasan por Cristos ensangrentados en Castilla y «apolíneos» en Andalucía, «donde la sangre repugna», precisa Jesús Miguel Palomero. La selección de obras, la más amplia que se haya visto nunca de los escultores protagonistas, enfrenta en armonía a «los dos grandes colosos del siglo XVII, que siguen vigentes más de cuatrocientos años después».



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