Palestina, una herida que sangra cada día
El aire de Gaza grita. No es el silbido de las bombas, aunque ese también resuena en los huesos; es un gemido sordo, un lamento que se filtra por las grietas de los edificios destrozados, por los escombros de un año de genocidio sistemático.
Un millón de veces más vale la vida de un niño, de una madre, de un anciano, que todo el oro del mundo, pero ese cálculo simple se ha perdido en la vorágine de la muerte. El de-
salojo y la persecución han despojado a familias enteras de sus casas, convirtiendo a generaciones en refugiados errantes, encerradas en su propia tierra, a merced del asedio constante de un sistema que busca borrar su existencia.
Calles otrora bulliciosas son ahora senderos de polvo y desesperación. Los hogares de antaño han sido reducidos a tumbas abiertas, cuyas paredes ensangrentadas y mohosas son prueba de los tormentos infligidos a un pueblo pacífico.
La ausencia hace ruido en localidades enteras, ausencia de sonrisas infantiles, el silencio de cunas vacías. Embarazadas sin atención médica, bebés que no llegaron a nacer, niños sin nombre, familias borradas del Registro Civil… Una limpieza étnica ejecutada con fría precisión.
Gaza, la Franja sitiada, es hoy una cárcel a cielo abierto, sometida a un bloqueo inhumano que impide el acceso de ayuda humanitaria. De allí abundan las imágenes desgarradoras de niños con ojos hundidos, rostros demacrados, consumiendo su infancia en filas interminables para conseguir agua y algo de comida.
Las tiendas de campaña, refugio precario contra el implacable sol y la lluvia torrencial, albergan a quienes sobreviven, enfermos, heridos, discapacitados, en un estado de absoluta indefensión.
Este no es un conflicto, no es una guerra. Es un genocidio planificado, meticulosamente ejecutado, y transmitido en directo a un mundo que parece mirar con indiferencia. Un año de espanto, un año de impunidad. Un año que exige un cambio radical en el relato.
Cisjordania no escapa al horror. Allí, el terror cotidiano de los genocidas israelíes se cierne como un buitre. La impunidad de la entidad sionista, su capacidad de actuar en un vacío moral y ante la mirada pasiva de la comunidad internacional es una afrenta a la justicia, una violación flagrante de los derechos humanos.
Con la conmemoración este 10 de diciembre del Día Internacional de los Derechos Humanos, es fundamental reflexionar sobre la situación en Palestina y la necesidad urgente de acciones concretas para abordar las injusticias que allí ocurren.
En un mundo en el que los derechos humanos deberían ser sagrados el genocidio en Palestina es una bofetada sangrienta a la justicia. Un pueblo entero es sometido a un tormento sin fin, con sus derechos a la vida, la seguridad, la autodeterminación, la propiedad y la libertad de movimiento pisoteados bajo la bota de la ocupación.
Miles de vidas inocentes extinguidas, un clima de miedo constante, una tierra robada y un pueblo dividido. Israel, el perpetrador de este crimen atroz, actúa con impunidad, y se burla de las leyes internacionales y del clamor de la conciencia humana.
Las políticas que perpetúan esta desigualdad y discriminación reflejan un sistema que privilegia a unos sobre otros y hacen caso omiso a los principios fundamentales de igualdad
consagrados en la Declaración Universal de Derechos Humanos.
En medio de esta crisis, la comunidad internacional se encuentra en deuda, atrapada en un ciclo de inacción que alimenta la impunidad y el sufrimiento. La falta de rendición de cuenta no solo deslegitima el compromiso global con los derechos humanos, sino que envía el mensaje alarmante de que algunos pueblos pueden ser olvidados.
Sin embargo, cada día representa una oportunidad para cambiar el rumbo. La presión diplomática, el apoyo a iniciativas locales, la educación y la concientización son pasos esenciales hacia un futuro más justo. Es imperativo que el mundo reconozca las injusticias en Palestina y actúe con determinación para erradicarlas. La lucha por los derechos humanos es universal y debe abrazar a todos los pueblos.
El genocidio sistemático que se perpetúa contra este pueblo es una herida abierta que sangra cada día, y el mundo, si tiene un ápice de conciencia, debe actuar antes de que sea demasiado tarde. La impunidad, a la larga, será su mayor derrota.